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“Si Eugenia nada sabe, madame – contestó Franval –, si estas máximas se le
ocultan cuidadosamente, no podría ser infeliz; puesto que si son verdaderas, el Ser
Supremo es demasiado justo como para castigarla por su ignorancia, y si son falsas,
¿para qué mencionárselas? En cuanto a las otras necesidades de su educación, tened
confianza en mí, os lo ruego; a partir de hoy seré su maestro y, os aseguro que dentro de
pocos años, vuestra hija habrá dejado atrás a los niños de su edad.”
Madame de Franval trató de insistir invocando la elocuencia del corazón para que
apoyara a la de la razón, mientras derramaba algunas lágrimas; pero Franval, que no se
dejaba conmover, ni tan siquiera pareció notarlas; hizo que retiraran a Eugenia y dijo a
su esposa que si de alguna manera consideraba contraproducente la educación que él
esperaba dar a su hija, o si le sugería principios diferentes a aquellos que él se había
propuesto inculcarle, la privaría del poder de ver a la niña, y enviaría a ésta a uno de sus
castillos del que nunca volvería a salir. Madame de Franval que se había acostumbrado a
la sumisión, guardó silencio, imploró a su marido que no la separara de tan preciado
tesoro, y prometió, mientras lloraba, no inmiscuirse en forma alguna en la educación que
se le estaba preparando.
A partir de ese momento, mademoiselle de Franval fue ubicada en una hermosa
dependencia contigua a la de su padre, con una gobernanta muy inteligente, una
subgobernanta, una camarera y dos niñas de su edad, quienes estaban allí sólo para
solaz. Se le pusieron maestros de escritura, dibujo, poesía, historia natural, declamación,
geografía, astronomía, anatomía, griego, inglés, alemán, italiano, junto con instructores
para el manejo de armas, baile, equitación y música Eugenia se levantaba todos los días
a la siete de la mañana; cualquiera fuera la estación corría por el jardín mientras comía
un enorme trozo de pan de centeno, que formaba su desayuno; entraba a las ocho, pasaba
un momento en la dependencia de su padre. mientras éste jugaba con ella o le enseñaba
algunos juegos de sociedad; hasta las nueve se preparaba para el trabajo; a esa hora
llegaba el primer maestro y recibía a otros cinco antes de las dos de la tarde. Comía por
separado con sus dos amigas y la principal gobernanta. La comida consistía de verduras,
pescado, pasteles y frutas, nunca carne, sopa, vino, licores o café Desde las tres hasta las
cuatro, Eugenia volvía a salir al jardín para jugar una hora con sus amiguitas, jugaban
juntas al tenis, juegos de pelota, de bolos, de raqueta y volante, o a las carreras; usaban
ropa cómoda según la estación; nada apretaba sus cinturas, nunca se ceñían con esos
ridículos corsés, que son tan perjudiciales para el estómago como para el pecho, y que al
obstaculizar la respiración de una persona joven terminan por dañar los pulmones. De
cuatro a seis mademoiselle de Franval recibía más maestros; y como no todos podían
hacer su aparición en veinticuatro horas, los restantes venían en el día siguiente. Tres
veces por semana, Eugenia iba al teatro con su padre; se sentaba en una caja
emparrillada que le alquilaban por todo el año. A las nueve regresaba a la casa y cenaba
sólo frutas y verduras. De diez a once, cuatro veces por semana, Eugenia jugaba con las
mujeres, leía algunas novelas y luego se acostaba. Los otros tres días, cuando Franval no
cenaba afuera, Eugenia iba a su dependencia y empleaba el tiempo en lo que Franval
denominaba sus “lecturas”. Durante este tiempo, él le inculcaba a la niña sus máximas