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El hijo del rey iba a casarse, así es que los regocijos eran generales. Había
esperado un año entero a la novia, y por fin había llegado. Era una princesa rusa, y
había hecho todo el camino desde Finlandia en un trineo tirado por seis renos. El
trineo tenía la forma de un gran cisne dorado, y entre las alas del cisne iba la
princesa misma. Su largo manto de armiño le caía hasta los pies y en la cabeza
llevaba un gorrito diminuto de tisú de plata. Era tan pálida como el palacio de nieve
en el que había vivido siempre. Tan pálida era que al recorrer las calles toda la
gente se quedaba admirada.
-Es como una rosa blanca -exclamaba la gente.
Y le arrojaban flores desde los balcones.
A la entrada del castillo estaba esperando el príncipe para recibirla. Tenía ojos
soñadores color violeta y cabellos como oro fino. Cuando la vio hincó una rodilla en
tierra y le besó la mano.
-Vuestro retrato era hermoso -musitó-, pero sois más hermosa que vuestro retrato.
Y la princesita se ruborizó.
-Antes parecía una rosa blanca -dijo un joven paje al que tenía más próximo-, pero
ahora parece una rosa roja.
Y toda la corte estaba complacida.
Durante los tres días que siguieron todo el mundo iba diciendo:
-Rosa blanca, rosa roja; rosa roja, rosa blanca.
Y el rey dio la orden de que doblaran la paga del paje. Como no recibía paga
alguna esto no le sirvió de mucho, pero se consideró un gran honor, y se publicó
debidamente en la Gaceta de la Corte.
Transcurridos tres días se celebraron las bodas. Fue una ceremonia magnífica, y
los novios iban de la mano andando bajo un palio de terciopelo púrpura bordado
con pequeñas perlas. Luego se celebró un banquete oficial que duró cinco horas. El
príncipe y la princesa se sentaron a la cabecera del gran salón y bebieron en copa
de claro cristal. Sólo los verdaderos enamorados podían beber en esa copa, pues si
la tocaran labios falaces se empañaría, tornándose gris y turbia.
-Está claro que se aman -dijo el pajecillo-, ¡tan claro como el cristal!
-¡Qué honor! -exclamaron todos los cortesanos. Después del banquete iba a haber
un baile. La novia tenía que bailar la danza de la rosa con el novio, y el rey había
prometido tocar la flauta. La tocaba muy mal, pero nadie se había atrevido a
decírselo nunca, porque era el rey. En verdad, sólo sabía dos melodías, y nunca
estaba completamente seguro de cuál de las dos estaba tocando, pero daba lo
mismo, pues hiciera lo que hiciera todo el mundo exclamaba:
-¡Encantador!, ¡encantador!
El final del programa era una gran quema de fuegos artificiales, que debían
dispararse exactamente a medianoche. La princesita no había visto nunca fuegos
artificiales, así es que el rey había ordenado que el pirotécnico de palacio estuviera
de servicio en el día de la boda.
-¿Cómo son los fuegos artificiales? -había preguntado ella al príncipe una mañana
cuando paseaba por la terraza.
-Son como la aurora boreal -dijo el rey, que siempre respondía a las preguntas
que se hacían a los demás-, sólo que mucho más naturales. Yo los prefiero a las
estrellas, pues siempre se sabe cuándo van a aparecer, y son tan deliciosos como
las melodías que yo toco con mi flauta. Ciertamente, debéis verlos.
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Así es que al fondo de los jardines reales habían levantado un gran tablado. Y tan
pronto como el pirotécnico de palacio hubo puesto cada cosa en su sitio, los fuegos
artificiales empezaron a charlar.
-El mundo es ciertamente muy hermoso -exclamó un pequeño buscapiés-. Y si no,
mirad esos tulipanes amarillos; si fueran petardos de verdad, no podrían ser más
bonitos de lo que son. Me alegro mucho de haber viajado; viajar desarrolla el
espíritu de un modo asombroso, y acaba con todos los prejuicios.
-El jardín del rey no es el mundo, necio buscapiés -dijo una gran candela romana-;
el mundo es un lugar enorme y tardarías tres días en verlo del todo.
-Cualquier lugar que se ame es el mundo para uno -exclamó una girándula
taciturna, que de jovencita había estado muy unida a un viejo cajón de madera de
pino, y hacía alarde de tener el corazón hecho pedazos-; pero el amor ya no está de
moda, lo han matado los poetas. Han escrito tanto sobre él, que nadie les cree, y a
mí no me sorprende. El amor verdadero sufre y guarda silencio. Yo recuerdo que
una vez... Pero no importa ahora. Lo romántico pertenece al pasado.
-¡Qué tontería! -dijo la candela romana-, lo romántico nunca muere. Es como la
luna, y vive siempre. Los recién casados, por ejemplo, se aman tiernamente. Se lo
oí decir esta mañana a un cartucho de papel de estraza, que estaba casualmente
en el mismo cajón que yo, y que sabía las últimas noticias de la corte.
Pero la girándula negó con la cabeza:
-Lo romántico ha muerto, lo romántico ha muerto, lo romántico ha muerto -
musitaba.
Era una de esas que piensan que si se dice la misma cosa una y otra vez
repitiéndolo muchísimas veces acaba siendo verdad.
De pronto, se oyó una tos fuerte y seca, y todos miraron a su alrededor.
Procedía de un cohete alto y de porte arrogante, que estaba atado al extremo de
una larga varilla. Siempre tosía antes de hacer alguna observación, con el fin de lla-
mar la atención.
-¡Ejem!, ¡ejem! -dijo.
Y todo el mundo se puso a escuchar, excepto la pobre girándula, que estaba
todavía meneando la cabeza y murmurando:
-Lo romántico ha muerto.
-¡Orden!, ¡orden en la sala! -gritó un petardo. Tenía algunas cualidades de político,
y siempre había desempeñado un papel relevante en las elecciones locales, de
modo que sabía usar las expresiones parlamentarias convenientes.
-Muerto y bien muerto -susurró la girándula; y se quedó dormida.
En cuanto hubo un completo silencio, el cohete tosió por tercera vez y empezó a
hablar. Hablaba con voz muy clara y lenta, como si estuviera dictando sus
memorias, y siempre miraba por encima del hombro a la persona a quien se dirigía.
Realmente tenía unos modales sumamente distinguidos.
-¡Qué afortunado es el hijo del rey -observó-, que va a casarse el mismo día en
que me van a disparar a mí! Verdaderamente, ni aunque lo hubieran dispuesto de
antemano hubiera podido resultar mejor para él; pero es que los príncipes siempre
tienen suerte.
-¡Válgame Dios! -dijo el pequeño buscapiés-, yo creía que era justo lo contrario, y
que nos iban a disparar en honor del príncipe.
-Puede que sea ese tu caso -respondió-; a decir verdad, no me cabe duda de que
es así, pero en el mío es diferente. Yo soy un cohete extraordinario, y desciendo de
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padres insignes. Mi madre fue la girándula más célebre de su tiempo, y era famosa
por su grácil danza. Cuando hizo su gran aparición en público giró diecinueve veces
antes de dispararse, y cada vez que lo hacía lanzaba al aire siete estrellas color de
rosa. Tenía tres pies y medio de diámetro, y estaba cargada con pólvora de primera
calidad. Mi padre era un cohete, como yo, y de origen francés. Voló tan alto que la
gente temía que no volviera a bajar. Bajó, sin embargo, pues era amable por na-
turaleza, e hizo un descenso muy brillante, en una cascada de lluvia de oro. Los
periódicos dieron cuenta de su actuación en términos muy halagüeños; de hecho, la
Gaceta de la Corte lo llamó un triunfo del arte pilotécnico.
-Pirotécnico, pirotécnico, querrás decir -corrigió una bengala-. Sé que se dice
pirotécnico porque lo he visto escrito en mi caja de hojalata.
-Bien, pilotécnico es lo que he dicho -respondió el cohete en tono severo.
Y la bengala se sintió tan humillada que al punto empezó a intimidar a los
pequeños buscapiés, para mostrar que era todavía una persona de cierta
importancia.
-Estaba diciendo -prosiguió el cohete-, estaba diciendo... ¿Qué estaba yo
diciendo?
-Estabas hablando de ti mismo -replicó la candela romana.
-Naturalmente; ya sabía yo que estaba tratando de algún asunto interesante
cuando fui tan descortésmente interrumpido. Detesto la descortesía y cualquier falta
de educación, pues soy sensible en extremo. No hay nadie en el mundo entero tan
sensible como yo, estoy completamente seguro de ello.
-¿Qué es una persona sensible? -preguntó el petardo a la candela romana.
-Una persona que porque tiene ella callos siempre pisa a los demás -respondió la
candela romana en un susurro apenas audible.
Y el petardo casi explotó de risa.
-Haz el favor de decirme de qué te ríes -preguntó el cohete-; yo no me estoy
riendo.
-Me río porque soy feliz -replicó el petardo.
-Esa es una razón muy egoísta -dijo el cohete airadamente-. ¡.Qué derecho tienes
a ser feliz? Debieras pensar en los demás; de hecho, debieras estar pensando en
mí. Yo siempre pienso en mí, y espero que todos los demás hagan lo mismo, eso es
lo que se llama simpatía. Es una hermosa virtud, y yo la poseo en alto grado.
Supón, por ejemplo, que me ocurriera algo esta noche, ¡qué desgracia sería para
todos! El príncipe y la princesa no volverían a ser felices, toda su vida matrimonial
se echaría a perder; y en cuanto al rey, yo sé que no lo soportaría. Realmente,
cuando me pongo a reflexionar sobre la importancia de mi posición social me
conmuevo hasta casi derramar lágrimas.
-Si quieres agradar a los demás -exclamó la candela romana-, harías bien en
mantenerte seco.
-Ciertamente -corroboró la bengala, que estaba ya de mejor humor-; eso es de
sentido común.
-¡Sentido común!, ¡vaya cosa! -dijo el cohete indignado-; olvidas que yo no soy
común, sino extraordinario. Cualquiera puede tener sentido común, con tal de que
no tenga imaginación, pero yo sí tengo imaginación, pues no pienso nunca en las
cosas como son en realidad; siempre pienso en ellas como si fueran completamente
diferentes. En cuanto a mantenerme seco, evidentemente no hay nadie aquí que
pueda apreciar en absoluto un carácter emotivo. Por fortuna para mí, me tiene sin
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cuidado. Lo único que le sostiene a uno en la vida es el ser consciente de la
inmensa inferioridad de todos los demás, y este es un sentimiento que yo he
cultivado siempre. Pero ninguno de vosotros tiene corazón, aquí estáis riéndoos y
divirtiéndoos precisamente como si los príncipes no acabaran de casarse.
-Bueno, en realidad, ¿y por qué no? -exclamó un pequeño globo de fuego-. Es
una ocasión del mayor regocijo, y cuando yo me remonte en el aire tengo la in-
tención de contárselo a las estrellas. Veréis cómo parpadean cuando yo les hable
de la linda novia.
-¡Ah, qué modo tan trivial de considerar la vida! -dijo el cohete-; pero es justo lo
que yo me esperaba. No hay nada dentro de vosotros, estáis huecos y vacíos.
¡Cómo!, tal vez el príncipe y la princesa se vayan a vivir a un país en que haya un
río profundo, y acaso tengan sólo un hijo, un niño de cabello rubio y ojos violeta
como los del príncipe, y quizá un día salga a pasear con la niñera; y tal vez la niñera
se quede dormida al pie de un gran saúco; y quizá el niño se caiga al río profundo y
se ahogue. ¡Qué desgracia tan terrible! ¡Pobre gente!, ¡perder a su único hijo! ¡Es
verdaderamente demasiado terrible! Yo nunca podré soportarlo.
-Pero no han perdido a su hijo único -dijo la candela romana-; no les ha ocurrido
ninguna desgracia.
-Yo nunca dije que les hubiera ocurrido -replicó el cohete-; dije que pudiera
ocurrirles. Si hubieran perdido a su hijo único, no serviría de nada hablar más sobre
el asunto. Detesto a la gente que llora por el cántaro roto, como en el cuento de la
lechera. Pero cuando pienso que pudieran perder a su único hijo, ciertamente me
siento muy afectado.
-¡Ciertamente, afectado lo eres! -exclamó la bengala-. En realidad eres la persona
más afectada que he visto en mi vida.
-Y tú eres la persona más grosera que he visto yo en la mía -dijo el cohete-, y no
puedes entender mi amistad con el príncipe.
-¡Cómo, si ni siquiera le conoces! -rezongó la candela romana.
-Yo nunca dije que le conociera -respondió el cohete-. Me atrevo a decir que si le
conociera no sería amigo suyo de ningún modo. Es muy peligroso conocer a los
amigos.
-Realmente, sería mejor que no te mojaras -dijo el globo de fuego-. Eso es lo
importante.
-Muy importante para ti, no me cabe duda -replicó el cohete-, pero yo lloraré si me
place.
Y, en efecto, rompió a llorar con auténticas lágrimas que rodaban por su varilla
como gotas de lluvia, y casi ahogaron a dos pequeños escarabajos que estaban
precisamente pensando en crear un hogar, y buscaban un bonito lugar seco para
vivir.
-Debe ser verdaderamente romántico por naturaleza -dijo la girándula-, pues llora
cuando no hay nada por que llorar.
Y lanzó un hondo suspiro, y pensó en el cajón de madera de pino.
Pero la candela romana y la bengala estaban muy indignadas, y no hacían más
que decir lo más alto que podían:
-¡Paparruchas!, ¡paparruchas!
Eran extremadamente prácticas, y siempre que tenían algo que objetar llamaban a
las cosas paparruchas. Entonces salió la luna, semejante a un maravilloso escudo
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de plata; y comenzaron a brillar las estrellas, y llegó del palacio el sonido de la
música.
El príncipe y la princesa dirigían el baile. Danzaban de un modo tan hermoso que
los esbeltos lirios blancos se asomaban a verlos por la ventana, y las grandes
amapolas rojas movían la cabeza llevando el compás.
Luego dieron las diez, y después las once, y más tarde las doce, y a la última
campanada de medianoche todo el mundo salió a la terraza, y el rey mandó llamar
al pirotécnico de palacio.
-¡Que empiecen los fuegos artificiales! -dijo el rey.
Y el pirotécnico de palacio hizo una profunda reverencia y fue al fondo del jardín.
Le acompañaban seis ayudantes, cada uno de los cuales llevaba una antorcha en-
cendida al extremo de una larga vara.
Fue ciertamente un espectáculo magnífico.
-¡Ssss! ¡Ssss! -silbó la girándula, mientras giraba y giraba.
-¡Bum! ¡Bum! -tronó la candela romana.
Luego los buscapiés danzaron por todas partes, y las bengalas hicieron que todo
pareciera escarlata.
-¡Adiós! -gritó el globo de fuego, mientras se remontaba dejando caer diminutas
chispas azules.
-¡Bang! ¡Bang! -respondieron los petardos, que estaban divirtiéndose muchísimo.
Todos tuvieron un gran éxito, menos el cohete insigne. Estaba tan mojado por el
llanto que no pudo dispararse. Lo mejor de él era la pólvora, y esta estaba tan
húmeda por las lágrimas que era inservible. Todos sus parientes pobres, a quienes
nunca dirigía la palabra si no era con desdén, se dispararon al cielo como
maravillosas flores de oro con corazón de fuego.
-¡Bravo! ¡Bravo! -gritaba la corte.
Y la princesa reía de placer.
-Supongo que me reservan para alguna gran ocasión -dijo el cohete-;
indudablemente, eso es lo que esto significa.
Y tomó un aire más arrogante que nunca.
Al día siguiente fueron los obreros a limpiar y a ordenar las cosas.
-Esto es evidentemente una comisión -se dijo el cohete-; les recibiré con la
dignidad que conviene.
Irguió, pues, la cabeza, y empezó a fruncir el entrecejo con aire grave, como si
estuviera pensando en algún asunto muy importante. Pero no le prestaron atención
alguna hasta que no estaban a punto de irse. Entonces uno de ellos se fijó en él.
-¡Caramba! -exclamó-, ¡aquí tenemos un mal cohete!
Y lo tiró por encima del muro a la acequia.
-¿Mal cohete? ¿mal cohete? -se dijo, mientras daba vueltas vertiginosas por el
aire-; ¡imposible! ¡Gran cohete, eso es lo que ha dicho el hombre. Mal y gran sue-
nan muy parecido, y, a decir verdad, con frecuencia son la misma cosa.
Y cayó en el lodo.
-No se está cómodo aquí -observó-, pero indudablemente es algún balneario de
moda, y me habrán enviado a recobrar la salud. Tengo los nervios destrozados, y
necesito descanso.
Entonces llegó hasta él nadando una ranita de ojos como joyas brillantes y vestida
con un verde manto jaspeado.
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-¡Recién llegado, ya veo! -dijo la rana-. ¡Bueno!, después de todo no hay nada
como el barro. ¡Dadme un tiempo lluvioso y una acequia y soy completamente feliz!
¿Crees que va a ser una tarde de agua? Yo no he perdido las esperanzas de que
sea así; pero el cielo está enteramente azul y despejado. ¡Qué lástima!
-¡Ejem!, ¡ejem! -dijo el cohete airadamente, poniéndose a toser.
-¡Qué voz tan deliciosa tienes! -exclamó la rana-. Realmente parece como si
croaras, y desde luego el sonido que se hace al croar es el más musical del mundo.
Ya oirás nuestro orfeón esta noche. Nos instalamos en el viejo estanque de los
patos, muy cerca de la casa de labranza, y en cuanto sale la luna empezamos. Es
tan delicioso que todo el mundo se queda despierto para escucharnos. De hecho,
ayer mismo oí a la mujer del labrador decir a su madre que no había podido pegar
un ojo en toda la noche por causa nuestra. Es muy agradable saberse tan popular.
-¡Ejem!, ¡ejem! -dijo el cohete airadamente. Estaba muy molesto por no poder
decir una palabra.
-Una voz deliciosa, ciertamente -prosiguió la rana-. Espero que vengas a vernos al
estanque de los patos. Me voy en busca de mis hijas. Tengo seis bellas hijas, y me
da mucho miedo que las encuentre el lucio; es un verdadero monstruo, y no
vacilaría en comérselas para desayunar. Bueno, ¡adiós!; he disfrutado mucho con
nuestra conversación, te lo aseguro.
-Conversación -dijo el cohete-. Si has estado tú hablando todo el tiempo. Eso no
es conversación. -Alguien tiene que escuchar -respondió la rana-, y a mí me gusta
decirlo todo, eso ahorra tiempo y evita las discusiones.
-Pero a mí me gustan las discusiones -dijo el cohete.
-Confío en que no -repuso la rana con aire satisfecho-. Las discusiones son
extremadamente vulgares, pues toda la gente de la buena sociedad tiene exacta-
mente las mismas opiniones. Adiós por segunda vez; estoy viendo a mis hijas allá
lejos.
Y la ranita se fue nadando.
-Eres una persona irritante -dijo el cohete-, y muy mal educada. Odio a la gente
que habla de sí misma, como haces tú, cuando uno quiere hablar de sí mismo,
como me ocurre a mí. Eso es lo que yo llamo egoísmo, y el egoísmo es algo
absolutamente detestable, en especial para alguien que tenga mi temperamento,
pues yo soy muy conocido por ser amable por naturaleza. De hecho, deberías
tomarme como ejemplo; no podrás tener un modelo mejor. Ahora que se te
presenta la ocasión harías bien en aprovecharla, pues me voy a volver a la corte
casi inmediatamente. Soy un gran favorito de la corte; de hecho, los príncipes se
casaron ayer en honor mío. Naturalmente tú no sabes nada de estas cosas, pues
eres una provinciana.
-Es inútil que hables con ella -dijo una libélula, que estaba posada en lo alto de
una elevada espadaña parda-, absolutamente inútil, pues se ha ido.
-Bueno, peor para ella, no para mí -respondió el cohete-. No voy a dejar de
hablarle meramente porque no preste atención. Me gusta escucharme cuando
hablo; es uno de mis grandes placeres. A menudo sostengo largas conversaciones
conmigo mismo, y soy tan inteligente que a veces no entiendo ni una sola palabra
de lo que me digo.
-Entonces debieras dar conferencias sobre filosofía, ciertamente -dijo la libélula.
Y extendió un par de hermosas alas de gasa y se remontó en el cielo.
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-¡Qué tonta es no quedándose aquí! -dijo el cohete-. Estoy seguro de que no tiene
a menudo la ocasión de cultivar su mente. Sin embargo, no me importa nada; un
genio como el mío ha de apreciarse algún día, con toda seguridad.
Y se hundió un poco más en el cieno.
Al cabo de un rato llegó nadando hasta él una gran pata blanca. Tenía patas
amarillas y pies palmeados, y se la consideraba una gran belleza por su modo de
andar contoneándose.
-¡Cuac!, ¡cuac!, ¡cuac! -dijo-. ¡Qué tipo tan curioso tienes! ¿Puedo preguntarte si
es de nacimiento o es el resultado de un accidente?
-Es evidente que has vivido siempre en el campo -respondió el cohete-, de otro
modo sabrías quién soy. Sin embargo, disculpo tu ignorancia. No sería justo esperar
que los demás fueran tan extraordinarios como uno mismo. Sin duda te sorprenderá
oír que puedo subir volando al cielo y bajar en una cascada de lluvia dorada.
-No me parece nada extraordinario -dijo la pata-, pues no veo de qué le sirve eso
a nadie. Ahora bien, si supieras arar los campos, como el buey, o tirar de un carro,
como el caballo, o cuidar de las ovejas, como el perro del pastor, eso sí que sería
algo.
-¡Pero criatura -exclamó el cohete en un tono de voz muy altanero-, veo que
perteneces a las clases más bajas! Una persona de mi rango no es nunca útil. Te-
nemos ciertas dotes y eso es más que suficiente. En cuanto a mí, no tengo simpatía
por el trabajo de ninguna clase, y mucho menos por la clase de trabajos que parece
que recomiendas. A decir verdad, yo he opinado siempre que los trabajos de carga
son simplemente el refugio de la gente que no tiene otra cosa que hacer.
-Bueno, bueno -repuso la pata, que era de carácter muy pacífico, y nunca reñía
con nadie-, cada cual tiene sus gustos. Espero, de cualquier modo, que fijes tu resi-
dencia aquí.
-¡Oh, no! -exclamó el cohete-; soy solamente un visitante, un visitante distinguido.
La verdad es que encuentro este lugar bastante aburrido. Aquí no hay ni sociedad ni
soledad. De hecho, es un lugar esencialmente suburbano. Volveré probablemente a
la corte, pues sé que estoy destinado a causar sensación en el mundo.
-Yo tuve una vez pensamientos de entrar en la vida pública -observó la pata-. ¡Hay
tantas cosas que necesitan reforma! Por cierto, presidí una asamblea hace algún
tiempo, y aprobamos resoluciones condenando todo lo que no nos gustaba. Sin
embargo, no parece que hayan tenido mucho efecto. Ahora me he metido en casa,
y cuido a mi familia.
-Yo estoy hecho para la vida pública -dijo el cohete-, lo mismo que todos mis
parientes, incluso los más humildes. Siempre que aparecemos atraemos una gran
atención. Yo en realidad no he hecho todavía mi aparición, pero cuando la haga
será un espectáculo magnífico. En cuanto a meterse en casa, le hace a uno
envejecer rápidamente, y distrae la mente de cosas más altas.
-¡Ah, las cosas más altas de la vida, qué bellas son! -dijo la pata-, y eso me
recuerda qué hambre tengo.
Y se fue nadando corriente abajo, diciendo:
-¡Cuac!, ¡cuac!, ¡cuac!
-¡Vuelve, vuelve! -gritó el cohete-; tengo muchas cosas que decirte.
Pero la pata no le prestó atención.
-Me alegro que se haya ido -se dijo para sí-, tiene una mentalidad claramente de
clase media.
9
Y se hundió un poco más aún en el cieno. Y estaba empezando a pensar en la
soledad de los genios cuando, de pronto, dos niños vestidos con delantal blanco
llegaron corriendo por la orilla, con una marmita y algo de leña.
-Esta debe de ser la comisión -dijo el cohete, e intentó adoptar un porte muy
digno.
-¡Eh! -gritó uno de los niños-, ¡mira este palo viejo! Me pregunto cómo ha venido a
parar aquí.
Y cogió el cohete sacándolo de la acequia.
-¡Palo viejo! -dijo el cohete-, ¡imposible! ¡Palo egregio!
1
, eso es lo que dijo. Palo
egregio es un cumplido. ¡Realmente me confunde con uno de los dignatarios de la
corte!
1. Hemos empleado el adjetivo «egregio» por su relativo parecido fónico con
«viejo». En el texto original se dice Gold (oro), parófono de old (viejo). Palo de oro
(Gold Stick) es además el nombre que se da en Gran Bretaña al jefe de la guardia
noble que, llevando un bastón dorado, abre la comitiva en las ceremonias oficiales.
-¡Echémoslo al fuego! -dijo el otro muchacho-, ayudará a que hierva la marmita.
Así que apilaron la leña y pusieron el cohete en lo alto, y encendieron el fuego.
-Esto es magnífico -exclamó el cohete-, van a dispararme a plena luz del día, para
que pueda verme todo el mundo.
-Vamos a echarnos a dormir ahora -dijeron los niños-, y cuando despertemos
habrá hervido la marmita.
Y se tendieron en la hierba y cerraron los ojos.
El cohete estaba muy mojado, así es que tardó mucho tiempo en arder. Por fin, sin
embargo, le prendió el fuego.
-¡Ahora me voy a disparar! -gritó.
Y se puso muy tieso y derecho.
-Sé que voy a subir mucho más alto que las estrellas, mucho más alto que la luna,
mucho más alto que el sol. Sí, subiré tan alto que...
-¡Fiss! ¡Fiss! ¡Fiss! -silbó, y se fue derecho por los aires.
-¡Delicioso! -gritó-, seguiré así para siempre. ¡Qué éxito el mío!
Pero no le vio nadie.
Entonces empezó a sentir una sensación extraña de hormigueo por todo el
cuerpo.
-Ahora voy a explotar -gritó-. Incendiaré el mundo entero, y haré tal ruido que
nadie hablará de otra cosa durante todo un año.
Y ciertamente explotó.
¡Bang! ¡Bang! ¡Bang!, hizo la pólvora.
No cabía ninguna duda.
Pero nadie lo oyó, ni siquiera los dos niños, pues estaban profundamente
dormidos.
Luego, todo lo que quedó de él fue la varilla, y esta le cayó encima a una oca que
estaba dando un paseo a lo largo de la acequia.
-¡Cielo santo! -gritó la oca-. Van a llover palos. Y se metió precipitadamente en el
agua.
-Sabía que iba a causar una gran sensación -dijo el cohete dando las últimas
bocanadas.
Y se apagó.
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