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Platón
CÁRMIDES
INTRODUCCIÓN
Como otros diálogos de Platón, el Cármides es un punto de tempora-
lidad en la larga e inacabada historia de la filosofía platónica. Viene el
discurso a reposarse en el Cármides, a adquirir presencia, después de
una batalla, la de Potidea, a la que se hace referencia al comienzo del
diálogo, y el tiempo real se hace lenguaje en el tiempo del diálogo. Se
viene de la vida, de una circunstancia concreta, y se va al lenguaje, a la
teoría. La conversación se abre, sin cerrar esa puerta de la vida que
tampoco se cerrará cuando concluya: «-En ese caso, dijo él, no te me
opongas tú», «-No, no me opondré» (176d). No sabemos cuándo volve-
rán a enfrentarse los protagonistas; tal vez nunca. La vida, el diálogo
queda pendiente sobre la posibilidad, sobre la historia y, por supuesto,
por encima de cualquier dogmatismo, de cualquier respuesta clausurada
y definitiva.
El argumento del diálogo se centra, como otros de esta época, en una
discusión en torno a una palabra -sōphrosynē- y a su significado -
sensatez, mesura, etcétera. Estos juegos semánticos, tan característicos
de las primeras obras juveniles de Platón, participan del espíritu de la
sofística e intentan además -a través de su encarnación en Sócrates- su-
perarlo y situarlo en un horizonte distinto.
Pero, ¿por qué estos juegos dialécticos? ¿Por qué esta serie de tesis,
de afirmaciones y contradicciones? Conocer es vivir. La mayoría de es-
tos conceptos por cuya clarificación se lucha son conceptos prácticos.
Tienen que ver con la realidad, con la sociedad, en una palabra, con la
Polis. Todo saber refluye en ella. En el ámbito de la ciudad y de la con-
vivencia es donde cuaja la vida humana y donde ésta se realiza. Pero la
ciudad se ha ido formando lentamente. Cada estadio de su desarrollo ha
tenido lugar sobre el suelo de la historia. Este espacio se ha consolidado
sobre el lenguaje y, a través de él, se ha hecho posible la convivencia y,
como Aristóteles afirma (Política 1253a), se crea la Polis. Surgida,
pues, de las necesidades sociales, aglutinada sobre múltiples intereses,
la ciudad-lingüística presenta un complicado territorio en el que se
transmiten palabras endurecidas, significados sin objeto. Vivir es re-
cordar y dominar: recordar los contenidos que anidan en las experien-
cias que siempre se hacen eco en la lengua; dominar y orientar las posi-
bilidades de futuro a través de esa recobrada memoria del pasado.
Los conceptos, en cuya clarificación están empeñados estos diálogos,
son conceptos que pueden transformar los comportamientos y, por me-
dio de ellos, la realidad. Por eso, descubrir un sentido es descubrir, a la
par, el sentido de quien los usa. Partir de nuestra propia ignorancia es
reconocer que los usos del lenguaje han perdido el reflejo de la realidad
que los organiza: es aceptar una inicial inseguridad, para llegar, al fin, a
la seguridad de la plena teoría, a aquella que recoge, en el marco espe-
culativo del concepto, el contenido práctico que lo articula.
De entre todos los diálogos de juventud es, tal vez, el Cármides, el
más difícil. La búsqueda de qué es la sensatez acaba cayendo en un su-
til análisis de qué, es el saber y de la dificultad de un conocimiento que
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tenga por objeto, no determinados contenidos, sino el conocimiento
mismo.
El drama se desarrolla poco tiempo después de la batalla de Potidea,
en el año 432. Como el Lisis, está narrado en forma directa por el mis-
mo Sócrates; pero sus personajes no son sólo jóvenes aristócratas, sino
nombres que habrán de representar un papel importante en la historia
de Atenas. Este hecho no es indiferente a la discusión por la sōphro-
synē, que, como ciencia del bien, se levanta desde el plano mismo de la
política, para mejor constituirla.
Aparte de otras dificultades que el Cármides ofrece, no es la menor
la de la traducción concreta del término sōphrosynē. Bien es verdad que
el diálogo es una busca de su sentido, y que se dan diversas definicio-
nes; pero lo realmente dificultoso es verter en un solo término todas las
resonancias que en la palabra griega se encierran. Este problema ha si-
do planteado por la mayoría de los intérpretes. A. E. Taylor, por ejem-
plo, al afirmar que temperantia fue, para los romanos, el equivalente de
sōphrosynē, concluye: «es más fácil de indicar desde el uso del lengua-
je qué es esta excelencia moral, que encontrar un nombre para ella en
inglés moderno» (Plato, the Man and his Work, Londres, 1960
8
, págs.
47-48). Lo mismo sostiene T. G. Tuckey, en su excelente monografía:
Platos Charmides, Amsterdam, 1968, páginas 8-9. Sōphrosynē se des-
plaza, pues, en un campo semántico en el que aparece como sinónimo
de sabiduría, discreción, templanza, autodominio, moderación, cas-
tidad, prudencia, disciplina. Esta riqueza de significados alude, sin du-
da, a la vida real del término, que ha ido constituyendo su semántica al
ritmo de las condiciones económicas, políticas, sociales y religiosas.
(Cf. Helen North, Sōphrosynē: selfknawledge and self--restraint in
Greek literature, Nueva York, 1966.)
En el Crátilo 411e, se nos da la etimología de sōphrosynē, en rela-
ción con sōs (sano) y phrēn (corazón, mente, entendimiento) -sótéría
phronéseōs-. En Homero (Ilíada XXI 462), sōphrōn tiene el sentido de
sensato y prudente —no me tendría por sensato si combatiera contigo
por los míseros mortales», dice Apolo a Poseidón. En la Odisea (XXIII
13) encontramos ya la forma sōphrosynē; en oposición a imprudente,
ligero, acompañada de otros términos que indican mesura. Cuando el
ama anuncia a Penélope la llegada de Odiseo, ésta, incrédula, le contes-
ta: «Los dioses te han trastornado el juicio; que ellos pueden entorpecer
al muy discreto,y dar prudencia - sōphrosynē- al simple, y ahora te da-
ñaron a ti, de ingenio tan sesudo».
Esquilo, en Siete contra Tebas (610), alaba al adivino con un famoso
verso: Sóphrōn, díkaios, agathòs, eusebés anér, en que la justicia, la
excelencia, la piedad aparecen configurando el campo semántico de
sóphrōn. En el Agamenón (1425), Clitemnestra aconseja al coro, que la
condena, a contenerse, a ser mesurado - sōphronéin-. «Los dioses aman
a los que son sensatos», dice Sófocles en Áyax (132); y en Electra
(307), frente a la desesperanza, la protagonista afirma que ya no es po-
sible ser piadoso ni sensato - sōphronéin-. También en Las Bacantes
(1150), sōphronéin va unido a la piedad para con los dioses. En los trá-
gicos predomina, pues, este matiz religioso de respeto hacia fuerzas su-
periores. Así lo confirma también el coro en Antígona (1348), donde se
considera la sensatez como lo más importante para la felicidad, «porque
contra los dioses no se puede ser altanero».
En Tucídides (III 37, 3; también en IV 18, 4), hay una especie de se-
cularización del concepto, que se opone a desenfreno, a intemperancia -
akolasía-: «es más conveniente la ignorancia con mesura, que el inge-
nio con desenfreno». Un sentido diferente se encuentra en Demócrito
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(fr. B 294), en donde sōphrosynē es la virtud de los ancianos, mientras
que para los jóvenes se alaba la fuerza y la belleza. También en los
fragmentos B 210, B 211, la mesura tiene que ver con la continencia en
la comida y con la prolongación del placer.
En. el Platón de la madurez (Fedro 237e), la sōphrosynē es un modo
de pensar que guía hacia lo mejor, frente al apetito innato de placeres.
Sentido que también se encuentra en el Banquete (196c), donde
sōphrosynē es el dominio sobre placeres y deseos -epithymíai. En un
contexto semejante y controlando los deseos aparece en Fedón (68c).
En este pasaje es, además, creadora de una especie de orden interior
que, desdeñando el cuerpo, facilita el conocimiento y la filosofía. En la
República (430e) se define la sōphrosynē como un orden y dominio de
los placeres y deseos. Es interesante observar que, en estos textos, la
sōphrosynē se opone a los mismos términos -placeres y deseos-, como
si todo el esfuerzo de Cármides se hubiese ceñido, en el Platón de la
madurez, a un aspecto exclusivamente moral e ideal del concepto.
En Aristóteles, también, como en Tucídides, sōphrosynē se opone a
akolasía, a desenfreno (Retórica 1366b 13; Ética nicomáquea 1107b 4-
8, 1117b 24; Ética eudemia 1221a 2, 1231a 38). Refiriéndose a la pru-
dencia, phrónésis, Aristóteles (Ética nicomáquea 1140b 11 sigs.) recu-
rre a una expresión que recuerda la etimología del Crátilo: «por eso
damos a la prudencia el nombre de sōphrosynē porque la salva [sōzou-
sa tēn phrónēsin]». En la Política (1263b 9), como tal vez en Demócri-
to, sōphrosynē es continencia sexual, y en otro pasaje (1277b 21) se nos
dice que es distinta esta virtud en el hombre y en la mujer. Importante
es el pasaje de los Tópicos (123a 34), donde como un mero ejemplo ló-
gico, para distinguir el sentido propio del figurado, escribe Aristóteles
que; la sōphrosynē es una sinfonía, una especie de armonía.
Sobre este fondo se destacaba la discusión socrática, en la que la vir-
tud es algo más que saphrosyné. Abriéndose a varias posibilidades de
definición, que son superadas en la discusión misma, llega a configu-
rarse como una clase de conocimiento reflexivo que pugna por ser obje-
to de sí mismo. La historia de la palabra y sus diversos significados se
sitúan, así, en un nuevo proyecto intelectual en el que se descubren al-
gunos de los temas fundamentales de la filosofía de Platón que se reco-
gerán, después, en el Menón, en el Sofista, en el Teeteto. Las páginas
finales del Cármides son, al mismo tiempo, prólogo a uno de los pro-
blemas fundamentales de la filosofía: el problema de la conciencia, de
esa capacidad de reflexión que especifica al conocimiento humano.
CÁRMIDES
SÓCRATES
Había vuelto yo, en la tarde anterior, de Potidea
1
,
del campamento, y
me alegraba, después de tanto tiempo, de volver a las distracciones que
solía. Llegué, pues, a la palestra de Táureas
2
, la que está frente por fren-
te del templo de Basile
3
.
Una vez allí, me tropecé con mucha gente, que
en parte me era desconocida; pero a la mayoría los conocía. En cuanto
me vieron que entraba tan de improviso, se pusieron a saludarme de le-
jos, cada cual desde su sitio. Pero Querefonte
4
, maniático como es él,
saltó de entre el medio, vino hacia mí, y tomándome de la mano:
-Oh Sócrates, dijo, ¿cómo es que has escapado de la batalla?
Efectivamente, poco antes de mi partida había tenido lugar una bata-
lla en Potidea, de la que, justamente ahora, se había tenido noticia aquí.
153a
b
Yo le respondí:
-Pues así, tal como tú ves.
-Hasta aquí han llegado nuevas, dijo, de que la batalla ha sido muy
dura y de que en ella han muerto muchos conocidos.
-Esas noticias se ajustan bastante a la verdad, le repliqué.
-¿Estuviste presente en el combate?, preguntó.
-Estuve.
-Entonces siéntate aquí y cuéntanos, porque aún no nos han informa-
do de todo con detalle.
Y, diciendo esto, me llevó junto a Critias
5
, el de Caliscro, y me hizo
sentar a su lado. Cuando me hube acomodado, saludé a Critias y a los
otros y comencé a hablarles de todo aquello que a cada cual se le ocu-
rría preguntarme en relación con la campaña. Y uno preguntaba por una
cosa, y otro por otra.
Cuando ya teníamos bastante de todo esto, le pregunté yo, a mi vez,
por las cosas de aquí: qué tal le iba ahora a la filosofía
6
,
cómo andaba la
juventud y si se distinguía alguno por su saber o su hermosura, o por
ambas cosas. Y Critias, mirando hacia la puerta y viendo que entraban
algunos jóvenes, bromeando entre ellos y seguidos por un montón de
gente, dijo:
1. Potidea, en la península calcídica, era una colonia de Corinto, unida por consiguien-
te a Esparta. HERÓDOTO (VII 123) refiere su anexión a Persia, y TUCÍDES (I 56-65)
nos cuenta el largo sitio a que Atenas la sometió, así como su caída en el invierno de
430/29.-Después de las guerras del Peloponeso, Potidea se hizo independiente.
JENOFONTE (Helénicas V 2, 24; 2, 39) nos da también noticias de la ciudad. En el año
316 a. C., Casandro fundó allí la nueva ciudad, Casandrea.
2. La palestra era un patio porticado, donde tenían lugar ejercicios físicos, y solía ser
centro de reunión de los jóvenes atenienses. Táureas, probablemente un sofista o entrena-
dor.
3. Basile es Perséfone, la reina del mundo intraterrestre. (Cf. HESÍODO, Teogonía
913; HOMERO, Odisea XI 47; Ilíada IX 569; IX 457.)
4. Querefonte aparece también en la Apología (21a), donde Sócrates habla de su amis-
tad con él. A petición de Querefonte, el oráculo informó de la sabiduría de su amigo.
Otras referencias, en JENOFONTE, Apología 14; ARISTÓFANES, Nubes 104 sigs.
5. Critias, primo de la madre de Platón, Perictíona, y perteneciente a la alta aristocracia
ateniense. Tras la derrota de Atenas en la guerra del Peloponeso, participó en el gobierno
de los Treinta Tiranos». Muere en el año 403 luchando contra los demócratas de Trasíbu-
lo. Quedan fragmentos de sus obras en las que se percibe la influencia de los sofistas.
6. La pregunta por la filosofía no tiene un carácter terminológico, sino que es una refe-
rencia general a las inquietudes intelectuales de los jóvenes y a los temas que tenían que
ver con su formación.
-Por lo que respecta a los más hermosos, me parece que pronto lo vas
a ver. Porque los que están entrando son la avanzadilla de admiradores
del que parece ser, al menos por el momento, el más bello. Creo que él
mismo está ya acercándose.
-¿Quién es?, le pregunté, y ¿de quién?
-Probablemente le conoces, dijo. Lo que pasa es b que, cuando te
marchaste, aún no estaba en edad. Es Cármides
7
,
el hijo de nuestro tío
Glaucón, primo mío, pues.
-Claro que le conozco, dije. Ya entonces no hacía mala impresión, ¡y
eso que era un niño! ¡Con que ahora que debe ser todo un mozo!
-Ya verás cómo se ha puesto.
Apenas había acabado de decir esto cuando Cármides entró.
Por lo que a mí hace, amigo mío, soy mal punto de comparación. En
relación con bellos adolescentes soy «un cordel blanco»
8
, porque casi
todos, en esta edad, me parecen hermosos. - Ahora bien, realmente, éste
me pareció maravilloso, por su estatura y su prestancia. Y tuve la im-
presión de que todos los otros estaban enamorados de él. Tan atónitos y
confusos se hallaban cuando entró. Otros muchos admiradores le seguí-
c
d
154a
b
c
an. Estos sentimientos, entre hombres maduros como nosotros, eran
menos extraños, y, sin embargo, entre los jóvenes me di cuenta de que
ninguno de ellos, por muy pequeño que fuera, miraba a otra parte que a
él, y como d si fuera la imagen de un dios.
7. Cármides, hijo de Glaucón y hermano de Perictíona, la madre de Platón. Como su
padre y su sobrino, pertenecía al círculo de los amigos de Sócrates. Formó parte, con su
primo Critias, del gobierno de los «Treinta Tiranos» y murió también en el año 403, lu-
chando contra los demócratas. En el diálogo aparece Cármides en plena juventud.
8. Una medida que no valdría para nada, ya que un cordel blanco no podía distinguirse
del mármol blanco. Por ello, para marcar la piedra, se coloreaba en rojo. (Cf.
SÓFOCLES, Fr. 306.)
Y Querefonte llamándome, me decía:
-¿Qué te parece el muchacho? Sócrates, ¿no tiene un hermoso rostro?
-Extraordinario, le contesté.
-Por cierto que, si quisiera desnudarse, ya no te parecería hermoso de
rostro. ¡Tan perfecta y bella es su figura!
Todos los otros estuvieron de acuerdo con Querefonte.
-¡Por Heracles!, dije. ¡Qué persona tan irresistible me describís! So-
bre todo si se le añade, todavía, una pequeñez.
-¿Cuál?, dijo Critias. .
-Si su alma es de buena naturaleza. Cosa, por otra parte, que hay que
suponer, ya que proviene de vuestra casa.
-Cierto que lo es. Es bello por fuera y por dentro
9
.
-¿Por qué, pues, no le desnudamos, de algún modo, por dentro y lo
examinamos antes que a su figura
10
? Porque, a su edad, seguro que le
gustará dialogar.
-¡Claro que sí! -dijo Critias-, ya que es algo así como filósofo, y
además, según opinión de otros y suya propia, sabe de poesía.
-Todo esto -dije yo-, amigo Critias, son dones que de lejos os vienen;
de vuestro parentesco con Solón
11
. Pero, ¿por qué no llamas ya al mozo
y me lo presentas? Pues, ni en el caso de que fuera todavía más joven,
le daría apuro conversar con vosotros; al menos delante de ti que eres,
al mismo tiempo, tutor y primo suyo.
9. Como en la presentación de Lisis en el diálogo de este nombre, también entra Cár-
mides acompañado de la mejor alabanza que se le puede dedicar: es kalòs kaì agathós. La
fórmula, que expresa un ideal supremo de equilibrio físico y psíquico, se desplaza en un
dominio más amplio que el que podría expresar una traducción literal. (Cf. nota a Lisis
207».)
10. El término que emplea aquí Platón es eidos en el sentido no filosófico de imagen,
figura, apariencia, etc.: lo que se ve.
11. El famoso poeta y político (640-560 a. C.) que, con sus leyes, estableció los fun-
damentos para el desarrollo de la democracia ateniense.
-Tienes toda la razón, afirmó. Llamémosle, pues.
Y dirigiéndose, al punto, hacia el acompañante: Muchacho, dijo, lla-
ma a Cármides diciéndole que quiero presentarle a un médico, por la
dolencia esa que, hace poco, me decía que le aquejaba.
Y volviéndose hacia mí, dijo Critias:
-No hace mucho me dijo que por las mañanas, al levantarse, le pesa-
ba la cabeza. ¿Qué te impide hacer ver ante él que sabes de un remedio
para su enfermedad? ,
-Nada, le dije. Sólo que venga. Ahora vendrá, dijo.
Y así ocurrió. Cármides se aproximó y fue motivo de regocijo, pues
cada uno de nosotros, de los que estábamos sentados, cediendo el sitio,
empujaba presuroso al vecino, para que él, Cármides, se sentase a su
vera. Y al final, de los que estaban en los extremos, el uno tuvo que le-
vantarse y al otro le hicimos caer de costado. Entretanto, él, en llegan-
do, se vino a sentar entre Critias y yo. Entonces ocurrió, querido amigo,
d
e
155a
b
c
que me encontré como sin salida, tambaleándose mi antiguo aplomo;
ese aplomo que, en otra ocasión, me habría llevado a hacerle hablar fá-
cilmente. Pero después de que -habiendo dicho Critias que yo entendía
de remedios- me miró con ojos que no sé qué querían decir y se lanzaba
ya a preguntarme, y todos los que estaban en la palestra nos cerraban en
círculo, entonces, noble amigo, intuí lo que había dentro del manto y
me sentí arder y estaba como fuera de mí, y pensé que Cidias u sabía
mucho en cosas de amor, cuando, refiriéndose a un joven hermoso,
aconseja a otro que «si un cervatillo llega frente a un león, ha de cuidar
de no ser hecho pedazos». Como si fuera yo mismo el que estuvo en las
garras de esa fiera, cuando me preguntó si sabía el remedio para la ca-
beza, a duras penas le pude responder que lo sabía
13
.
12. La cita de Cidias, poeta del que apenas hay noticias, no parece literal. En el Fedro
241d, hay otro verso de difícil localización, en el que se establece una comparación pare-
cida, pero entre un lobo y un cordero.
13.
Igual que en el Lisis, esta presentación llena de gracia e ironía es una irrupción de
temporalidad e inmediatez en la discusión que se avecina.
-¿De qué remedio se trata?, dijo él.
Y yo le contesté que el remedio era una especie de hierba, a la que se
añadía un cierto ensalmo que, si, en verdad, alguno lo conjuraba cuan-
do hacía uso de ella, le ponía completamente sano; pero que, sin este
ensalmo, en nada aprovechaba la hierba.
Y él:
-Haré, pues, dijo, una copia del ensalmo que tú me digas.
A lo que yo repuse:
-¿Cómo lo harás? ¿Persuadiéndome a ello, o sin necesidad de per-
suadirme?
Y entonces él, riéndose:
-Persuadiéndote, Sócrates, me dijo.
-De acuerdo, dije.
-Y de mi nombre, ¿cómo es que estás enterado?
-Si no lo supiera, ofendería, dijo. Porque no es poco lo que de ti se
habla entre los de nuestra edad, y yo mismo me acuerdo, de cuando ni-
ño, que tú andabas ya con Critias, aquí presente.
-Sí que estás en lo cierto, le dije yo. Hablaré, pues, b más abierta-
mente acerca del ensalmo y de cómo es. Precisamente le estaba dando
vueltas a la manera como yo podía mostrarte su virtud. Porque es uno
de tal clase que no sólo tiene la virtud de sanar la cabeza, sino que pasa
con él lo que, seguramente, has oído de los buenos médicos cuando se
les acerca alguien que padece de los ojos, que dicen algo así como que
no es posible ponerse a curar sólo los ojos, sino que sería necesario, a la
par, cuidarse de la cabeza, si se quiere que vaya bien lo de los ojos. Y, a
su vez, creer, que se llegue a curar jamás la cabeza en sí misma sin todo
el cuerpo, es una soberana insensatez. Partiendo, pues, de este principio
y aplicando determinadas dietas al cuerpo entero, intentan tratar y sa-
nar, con el todo, a la parte. ¿O no te habías enterado de que eso es lo
que dicen y que así es?
-Claro que sí, respondió.
-¿Y te parece que dicen bien y das por buenas sus razones?
-Sin duda alguna, dijo.
Y yo que le oí darme la razón volví a cobrar fuerzas, y, poco a poco,
me fue viniendo la audacia y se me fueron caldeando los ánimos. En-
tonces le dije:
-Así es, Cármides, lo que pasa con esto del ensalmo. Yo lo aprendí,
allá en el ejército, de uno de los médicos tracios de Zalmoxis
14
,
de los
que se cuenta que resucitan a los muertos. Por cierto, que aquel tracio
d
e
156a
b
c
d
decía que los médicos griegos estarían conformes con todo esto que yo
acabo de decir; pero que Zalmoxis, nuestro rey, siendo como es dios,
sostenía que no había de intentarse la curación de unos ojos sin la cabe-
za y la cabeza, sin el resto del cuerpo; así como tampoco del cuerpo, sin
el alma. Ésta sería la causa de que se le escapasen muchas enfermeda-
des a los médicos griegos: se despreocupaban del conjunto, cuando es
esto lo que más cuidados requiere, y si ese conjunto no iba bien, era
imposible que lo fueran sus partes. Pues es del alma de donde arrancan
todos los males y los bienes para el cuerpo y para todo el hombre; co-
mo le pasa a la cabeza con los ojos. Así pues, es el alma lo primero que
hay que cuidar al máximo, si es que se quiere tener bien a la cabeza y a
todo el cuerpo. El alma se trata, mi bendito amigo, con ciertos ensalmos
y estos ensalmos son los buenos discursos, y de tales buenos discursos,
nace en ella la sensatez
15
. Y, una vez que ha nacido y permanece, se
puede proporcionar salud a la cabeza y a todo el cuerpo. Mientras me
estaba enseñando el remedio y los ensalmos, me dijo: «Que no te con-
venza nadie a tratarte la cabeza con ese remedio, sin antes haberte en-
tregado su alma, para que con el ensalmo se la cures. Pues también aho-
ra, continuó, cometen los hombres la misma equivocación, al intentar,
por separado, ser médicos del alma y del cuerpo». A mí me encomendó
muy encarecidamente que nadie, por muy rico, noble o hermoso que
fuera, me convenciera de hacerlo de otro modo. Así pues, yo porque se
lo juré y estoy obligado a obedecerle- le obedeceré; y si quieres que, de
acuerdo con las prescripciones del extranjero, veamos primero de con-
jurar tu alma con los ensalmos del tracio, remediaré también tu cabeza.
Pero, si no, no sabría qué hacer contigo, querido Cármides.
14. Según HERODÓTO, IV 94, Zalmoxis es el dios de la tribu tracia de los Getas, y
de él aprendieron su doctrina de la inmortalidad. Un poco más adelante (IV 95), el mismo
Heródoto nos informa de que Zalmoxis era un esclavo tracio de Pitágoras. DIÓGENES
LAERCIO, en la introducción a sus Vidas, lo considera uno de los primeros filósofos en-
tre los bárbaros.
15. Traduciremos sphrosynē por «sensatez», aun a sabiendas de las dificultades que
encierra el delimitar en este término un campo semántico tan peculiar como el de la pala-
bra griega. (Véase la introducción al diálogo)
Oyendo Critias que yo decía estas cosas, exclamó:
-Feliz coincidencia, Sócrates, sería para este joven la flojera de su
cabeza, si esto le obligara a mejorar d toda su capacidad intelectual. No
obstante, te digo que Cármides no sólo se distingue de los de su edad
por el aspecto, sino por esto para lo que, según tú, tienes el ensalmo;
porque dices que lo tienes para la sensatez, ¿no?
-Para eso lo tengo, sí, contesté yo.
-Bien. Pues has de saber que Cármides parece ser, con mucho, el más
sensato de los de ahora, y en todo lo demás, para la edad que tiene, no
es inferior a ninguno.
-Y es muy justo, dije yo, Cármides, que en todas estas cosas te dis-
tingas de los demás. Porque bien sé que a ningún otro de aquí y ahora
le sería fácil mostrar qué dos casas de las de Atenas podrían concurrir,
según parece, al nacimiento de un vástago más hermoso y noble que
aquellas de las que tú procedes. Porque, por parte de padre, desciende
de Critias el de Drópides, y tal como se cuenta, vuestra casa ha sido en-
salzada por Anacreonte, Solón y otros muchos poetas como excelente
en belleza y en virtudes y en todo aquello que cuenta para la felicidad.
Y lo mismo por el lado materno. Nadie, en efecto, en toda nuestra tie-
rra, ha sido tan famoso como tu tío Pirilampo
16
,
en hermosura y grande-
za, cada vez que iba como enviado al Gran Rey o a cualquier otro de
los de Asia. En resumidas cuentas, en nada es inferior a la otra familia.
e
15
7
a
b
c
d
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158a
Puesto que de tales linajes procedes, es natural que seas el primero en
todo. Y en lo que puede percibirse de tu presencia, querido hijo de
Glaucón, me parece que a ninguno de tus antepasados tienes, en nada,
que irle a la zaga. Pero si, encima, en lo que respecta a la sensatez y a
todas las otras cualidades, según lo que acaba de decir éste, te ha col-
mado la naturaleza, en buena hora te parió tu madre. Pero vayamos al
asunto: si, tal como Critias dice, hay en ti sensatez y, en consecuencia,
como sensato te comportas, no necesitas los ensalmos de Zalmoxis ni
los de Abaris el hiperbóreo
17
, sino que lo que habría que hacer es darte
ya el remedio para la cabeza. Pero, en caso de que precises de él, hay
que entonar los conjuros, antes de darte el remedio. Dime, pues,
mismo si tienes ya bastante sensatez, como Critias piensa, o estás falto
de ella.
16. Pirilampo, hijo de Antifonte, casado en segundas nupcias con su sobrina Perictíona
y, por tanto, padrastro de Platón. PLOrnnco (Pericles 13, 15) nos cuenta que fue amigo
de Pericles, que lo envió como emisario suyo a Asia Menor y a Persia.
17. Abaris, teólogo y taumaturgo entre los siglos VI y V. PÍNDARO (fr. 270) le hace
contemporáneo de Creso. Oriundo de los hiperbóreos, el pueblo mítico que vivía más allá
del Bóreas». HERÓDOTO (IV 36) narra que había viajado por toda la tierra sin tomar
alimento alguno y portando consigo una flecha de Apolo.
Entonces se ruborizó Cármides, y todavía parecía más hermoso, pues
la modestia iba. bien con su edad. Y a continuación me respondió no
indignamente, porque dijo que no le sería fácil, por el momento, ni afir-
mar ni negar lo que se le preguntaba: «Ya que, por un lado, si digo que
no soy sensato, continuó, estaría bastante fuera de lugar que uno mismo
diga tales cosas contra uno mismo; por otro lado, haré que Critias, aquí
presente, aparezca como embustero, y no sólo él, sino otros muchos a
quienes, por lo que cuentan, parezco sensato. Pero si, a mi vez, digo
que sí, y me alabo a mí mismo, es muy probable que esto parezca algo
insufrible. De modo que no tengo nada que decirte.
Entonces yo le contesté:
-Me parece muy puesto en razón lo que dices, Cármides. En mi opi-
nión, añadí, tenemos que examinar juntamente si ya tienes, o no, lo que
estoy tratando de averiguar, para que no te veas forzado a decir lo que
no quieres, ni yo, por mi parte, me ponga sin criterio a hacer de médico.
Si, pues, te va bien, me gustaría indagar contigo; pero si no, dejémoslo.
-Pero claro que me va bien, dijo. De modo que, en lo que a mí res-
pecta, por donde tú mismo creas que has de indagar, indaga.
-Me parece que ésta sería, dije, la mejor manera de llevar la indaga-
ción. Porque es manifiesto que, si la sensatez es algo tuyo, tendrás una
cierta opinión de ella; pues, forzosamente, estando en ti, en el supuesto
de que lo esté, te suministrará una cierta sensación de la que se alce al-
guna posible opinión sobre ella: o sea, sobre qué es y cuáles son las
propiedades de la sensatez. ¿No te parece?
-Pues claro que sí, dijo.
-En consecuencia, dije, eso, lo que crees, puesto que sabes griego
18
,
tal vez puedas decírmelo con la precisión con la que te aparece.
-Tal vez, dijo.
-Bueno, pues para que tengamos un punto de apoyo que nos permita
saber si hay, o no, en ti sensatez, dime, pregunté, ¿cuál es la opinión
que tienes de ella?
Y él empezó a vacilar y daba la impresión de que no quería respon-
der; pero después dijo que la sensatez le parecía algo así como hacer
todas las cosas ordenada y sosegadamente, lo mismo si se va por la ca-
lle, si se dialoga, o si se hace cualquier otra cosa. «En resumidas
b
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b
cuentas, dijo, a mí me parece.que es algo así como tranquilidad aque-
llo por lo que preguntas»
19
. -¿Tienes razón en lo que estás diciendo?,
insinué. Pues es cierto que a la gente tranquila se la llama sensata,
Cármides. Veamos, sin embargo, si lo que dicen puede sostenerse. Por-
que, ¿no es cierto, dime, que la sensatez es algo excelente?
-Y mucho que lo es, dijo.
-Y qué es lo más excelente en la escuela, ¿escribir las mismas letras
con rapidez o parsimoniosamente?
-Con rapidez.
-Y qué pasa con el leer, ¿deprisa o despacio?
-Deprisa.
-¿Será, pues, también mucho mejor, al tocar la cítara, hacerlo con
soltura, y al luchar, hacerlo con agilidad, que no con lentitud y torpeza?
-Sí.
-Y en la lucha con los puños y en el pancracio
20
, ¿no pasará lo mis-
mo?
18. Igual que en el Menón (82b), se da como condición necesaria para una cierta inves-
tigación la posibilidad de comunicarse. Pero, al mismo tiempo, es a través del lenguaje de
donde brotarla el conocimiento. Esta insistencia en un análisis del lenguaje está presente
siempre en la epistemología platónica. La manera más directa de conocer el significado
de un término es hacerlo deslizar en la matriz de la lengua en la que se articula y se
contextualiza.
19 En consecuencia, la primera definición de sōphrosynē, brota de lo que llamaríamos
el uso normal del lenguaje.
20. Pancracio, el más duro de los juegos olímpicos, mezcla de lucha libre y boxeo.
-Claro que sí.
Y en cuanto al correr y al saltar, y a todos los otros ejercicios corpo-
rales, los que se hacen con celeridad y rapidez, ¿no son armoniosos?; y
los que se hacen con fatiga y lentitud, ¿no son torpes?
-Así parece.
-¿Y nos parece también a nosotros, dije yo, que, en lo que tiene que
ver con el cuerpo, no es lo lento, sino lo más rápido y más ágil, lo más
excelente. ¿O no es así?
-Claro que sí.
-Pero, ¿es la sensatez algo excelente?
-Sí.
-Entonces, por lo que atañe a nuestro cuerpo, no tiene que ver la sen-
satez con la lentitud, sino con la rapidez, si es que la sensatez es algo
excelente.
-Eso es lo que parece, dijo.
-¿Y qué?, dije yo, ¿qué es mejor, la facilidad para aprender o la tor-
peza?
-La facilidad.
-Pero facilidad, continué, es aprender algo deprisa, y la torpeza,
aprender con fatiga y lentitud.
-Sí.
-Y enseñarle algo a otro, ¿no es mejor hacerlo con rapidez y fluidez
que con lentitud y pesadez?
-Sí.
-¿Y qué? El acordarse de algo y el retener algo, ¿cómo es mejor,
hacerlo con lentitud y torpeza, o con rapidez y fluidez?
-Con rapidez y fluidez.
-Y la agudeza, ¿no es algo así como agilidad de espíritu y no pesa-
dez?
-Verdad que sí.
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-Así pues, entender lo que se dice en la escuela o en la clase de cíta-
ra, o en cualquier otra parte, ¿no es mejor hacerlo de la manera más rá-
pida posible, que con lentitud?
-Sí.
-Y también en las inquisiciones del entendimiento y en las delibera-
ciones, no es, según creo, el más lento y el que a duras penas se decide
y es tardo en sus pesquisas el que merece alabanza, sino aquel que con
más facilidad y ligereza lo hace.
-Así son las cosas, dijo.
-¿No es verdad, pues, Cármides, continué, que de todas estas cosas,
tanto en lo que tienen que ver con el cuerpo como con el alma, parece
que son mejores las que se hacen rápida y resueltamente, que las que se
hacen torpe y calmosamente?
21
-Es muy probable.
-En consecuencia, la sensatez no va a ser algo así como el reposo, ni
reposada la vida sensata, por lo que venimos diciendo; ya que tiene que
ser algo hermoso e intenso la sensatez. Porque, o bien en ningún caso, o
en alguno muy excepcional, se nos presentaron, en la. vida, las acciones
reposadas como más excelentes que las rápidas e intensas. Pero, si en-
tonces, amigo, y en todo caso no son las acciones reposadas menos va-
liosas que las rápidas y vehementes, no tendría por qué ser la sensatez
algo más bien sereno que rápido y vehemente, ni en el andar, ni en el
hablar, ni en cualquier otra cosa. Además, no sería la vida tranquila más
sensata que la intranquila. Pues hemos partido, en nuestras reflexiones,
del hecho de que la sensatez pertenece a las cosas más preciadas. Pero
tan preciadas se nos han presentado las rápidas como las reposadas.
-Creo que estás en lo cierto, Sócrates, me dijo.
-Pero, otra vez, por cierto, Cármides, dije yo, fijándote mejor todavía,
mirándote a ti mismo y dándote cuenta de qué cualidades te hace po-
seer la sensatez cuando está en ti y qué es lo que de ella las provoca, y
concretando todo esto, dime, llana y decididamente, qué es lo que te pa-
rece que es
22
.
21. Precisamente lo que permite la contradicción a la primera definición dada es que se
hace coincidir, en el mismo campo semántico y como alimentados por un mismo contex-
to, aspectos que han surgido en contextos diferentes. Sereno y calmoso tienen que ver con
lentitud, pero no todo lo que es lento puede atribuirse la totalidad de los contextos de se-
renidad, equilibrio, etc. De todas formas, estas contradicciones semánticas muestran có-
mo Platón pretende sustentar sus definiciones y el sentido de los términos que la compo-
nen en el espacio vivo de la lengua.
22. Así
.
como la primera definición se centra más en el mundo objetivo y en su reflejo
en el lenguaje, esta segunda presenta un carácter más subjetivo. Sócrates ha invitado a
Cármides, antes de que éste dé la nueva definición, a que «se mire a sí mismo», no en el
sentido de una introspección, sino de una especie de objetivación de su comportamiento.
-Y él, concentrándose y reflexionando muy intensamente:
-Me parece, en verdad, dijo, que la sensatez hace tímido y pudoroso
al hombre, de modo que es algo así como el pudor, la sensatez.
-¡Y bien!, dije yo, ¿no estabas afirmando, hace un momento, que la
sensatez era excelente?
-Sí que lo afirmaba.
-Por consiguiente, los hombres sensatos son también buenos.
-Sí.
-Así pues, ¿sería bueno aquello que no hace buenos hombres?
-Seguro que no.
-Luego no es sólo excelente la sensatez, sino que, además, es buena.
-A mí al menos me lo parece.
-Entonces, ¿qué pasa?, dije yo, ¿es que no crees que Homero está en
lo cierto cuando dice:
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«No es buena la compañía del pudor para el hombre indigente»
23
.
-Sí que lo creo.
-Luego, al parecer, es el pudor algo bueno y no bueno.
-Parece que sí.
-La sensatez, sin embargo, es algo bueno, si es que hace buenos a
aquellos en los que está, y no los malea. A mí me parece que es así, tal
como tú lo expresas.
-Entonces la sensatez no será pudor, si realmente es algo bueno, y el
pudor, por el contrario, es tan bueno como malo,
-A mí me parece, Sócrates, dijo, que te expresas correctamente. Pero
fíjate en esto, a ver que opinas en relación con nuestro tema. Es que me
acabo de acordar -cosa que alguna vez oí a alguien que lo decía- de que
bien podría ser la sensatez algo así como «ocuparse de lo suyo». Mira,
pues, si te parece que anduvo en lo cierto el que esto dijo
24
.
-¡Ah bandido!, exclamé, eso lo has oído tú de Critias o de alguno de
estos sabios.
-Tiene que ser de otro, dijo Critias, porque lo que es de mí, no.
-Pero, ¿qué importa, Sócrates, dijo Cármides, de quién lo he oído?
-Nada, dije yo, porque no es esto lo que estamos buscando, el quién
lo dijo, sino si estaba o no en lo cierto.
-¡Ahora sí que estás hablando con propiedad!, dijo.
-Pues, ¡en buena hora! Pero si, con todo, llegamos a descubrir por
dónde hay que agarrar todo esto, no saldría de mi asombro, porque pa-
rece un acertijo.
-Y eso, ¿por qué?
-Pues porque, en manera alguna, dije yo, tal como suenan las pala-
bras
25
, así las pensó quien definió la sensatez como «ocuparse de lo
suyo». ¿O crees tú que nada hace el maestro cuando escribe o lee?
23. HOMERO, Odisea XVII 347.
24. La tercera definición no viene ya del mundo del lenguaje natural, ni de la objetiva-
ción de una supuesta subjetividad, sino de una experiencia histórica o cultural plasmada
en el lenguaje.
25. Los diversos niveles de la escritura que aparecen en el mito de Theuth, del final del
Fedro (274d), se dan aquí también, en el dominio de la comunicación inmediata. La fami-
liaridad con el lenguaje oscurece frecuentemente su semántica. Un lenguaje puede resul-
tar auténtico o inauténtico, parece insinuar, en este pasaje, Platón.
-Sí que hace, pienso yo, dijo.
-¿Te parece que sólo escribe y lee el maestro su propio nombre, y así
os lo enseña también a vosotros los jóvenes? ¿O no habéis escrito de la
misma manera los nombres de vuestros enemigos, que vuestros propios
nombres y los de vuestros amigos?
-Por supuesto que de la misma manera.
-¿O es que estabais metiéndoos donde no os llaman y cometiendo,
con ello, insensateces?
-En absoluto.
-El caso es, pues, que no os ocupáis de vuestras propias cosas, si es
que el escribir y leer es un ocuparse.
-Seguro que lo es.
-¿También el curar, querido amigo, el edificar, el tejer y, en cualquier
clase de arte, el llevar a cabo un trabajo son, en cierto sentido, un ocu-
parse?
-Y mucho que lo es.
-¿Y qué?, dije yo, ¿te parece a ti que estaría bien administrada una
polis, si se ordenase por ley que cada uno tejiese y lavase su propio
b
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e
manto, que cada uno cortase las suelas de sus propios zapatos y, así,
con sus vasijas y cepillos y, de la misma manera, con todas las otras co-
sas, de modo que llegase a desentenderse de los demás y sólo llevase a
cabo lo que tiene que ver con él, y sólo de ello se ocupase?
26
.
-No es eso lo que me parece, dijo.
-Pero, sin embargo, si la polis se administra sensatamente, estaría en-
tonces bien administrada.
-¿Cómo no iba a estarlo?, dijo.
-En consecuencia, afirmé yo, no sería sensatez, en estos casos y de
este modo, el ocuparse de las cosas de uno mismo.
26. Estos ejemplos de autosuficiencia recuerdan a Hipias (Hipias Menor 368b-c).
-No me parece que lo fuera.
-Entonces da la impresión de que está hablando en enigmas quien de-
finió la sensatez como «el ocuparse de lo suyo». Pues tan simple no era
el que tal dijo. ¿O era, tal vez, un tonto aquel a quien le oíste decir esto,
Cármides?
-De ninguna manera, dijo. Sino que más bien parecía ser muy listo.
-Entonces, tanto más se me hace que fue un enigma lo que propuso;
de forma que es difícil saber qué es eso de «ocuparse de lo suyo.
-Probablemente, dijo.
-¿Qué es lo quesería, pues, eso de «ocuparse de lo suyo»? ¿Tienes
algo que decir?
-Por los dioses, que no lo sé, dijo. Pero igual pasa que el que lo dijo
no sabía tampoco lo que tenía en la cabeza.
Y, al tiempo que decía esto, se sonreía y miraba para Critias.
Se veía que Critias, que, desde hacía rato, se sentía atacado y con ga-
nas de hacer méritos ante Cármides y los presentes, no fue capaz de
contenerse ya más tiempo. Tanto más, que me pareció que era verdad
lo que había supuesto, o sea: que Cármides había escuchado de Critias
aquella definición de sensatez. Así pues, queriendo Cármides no ser él,
sino Cribas, quien tuviera que dar cuenta de la definición, le animaba
haciéndole ver como que hubiera sido refutado. Critias apenas si podía
ya contenerse y me parecía que estaba empezando a enfadarse con
Cármides, como un autor con el artista que representa mal sus obras.
De modo que mirándole fijamente le dijo:
-¿Quieres decir, Cármides, que si tú mismo no sabes qué tenía en la
cabeza quien definió la sensatez como «ocuparse de lo suyo», el que tal
definió tampoco lo sabía?
-Pero, mi buen Critias, tercié yo, que no lo sepa Cármides a sus años
no es raro. Tú, por el contrario, bien que lo sabrás, por tu edad y tu cul-
tura. Si, pues, estás de acuerdo en que la sensatez sea lo que éste dice y
aceptas su discurso, con mucho mayor placer examinaré yo mismo con-
tigo si es, o no, verdad lo que se ha dicho.
-Claro que estoy muy de acuerdo, dijo, y acepto la discusión.
-Pues, muy bien que haces, dije a mi vez. Y ahora dime, ¿estás tam-
bién de acuerdo en lo que andaba preguntando antes, sobre si todos los
artesanos hacen algo?
-Yo sí.
-Y en tu opinión, ¿hacen sólo las cosas de ellos mismos, o también
las de los otros?
27
.
-También las de los otros.
-¿Y obran con sensatez al no hacer sólo las de ellos?
-¿Y por qué no iban a obrar?, dijo.
-Por nada, respondí. Pero fíjate, no vaya a atascarse aquel que, par-
tiendo de que la sensatez es ocuparse de lo suyo, va luego y dice que no
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hay nada en contra de que también sean sensatos los que se ocupan de
las cosas de los demás.
-¿Es que yo he concedido, dijo él, que son sensatos los que se «ocu-
pan de» las cosas de los otros, o que lo son los que las «hacen»?
-Pero dime, insistí yo, ¿es que no llamas lo mismo a «hacer» y a
«ocuparse de»?
-No por cierto, dijo. Ni a «trabajar» ni a «hacer». Porque he aprendi-
do de Hesíodo, que dice que «ningún trabajo es deshonroso»
28
. ¿Crees
tú, quizá, que si hablase de «trabajar» y «ocuparse de» a propósito de
estas mismas cosas que tú ahora decías, habría, dicho que no había des-
honra alguna en cortar suelas de zapatos, en preparar salazones o en
sentarse a la puerta del burdel? Seguro que no hay que creerlo, Sócra-
tes; más bien, pienso que aquél tenía por distinto el hacer (poieîn), de la
actividad (práxis) y del trabajo (ergasía), y qui lo hecho (poiēma) a ve-
ces es deshonroso cuando no sale con belleza, mientras que el trabajo
no es ninguna deshonra. Porque a lo que se ha hecho bella y provecho-
samente llama trabajo, y las cosas así hechas son trabajos y actividades
29
. Habría, pues, que decir que él sólo consideraba tales cosas como
propias, y todas las malas como ajenas. De modo que hay que creer que
Hesíodo y cualquier otro, con tal que sea cuerdo, llamarán sensato a
aquel que se ocupe de lo suyo.
-Oh Critias, respondí yo entonces, tan pronto como d empezaste a
hablar, entreví por dónde ibas con tu discurso, o sea que llamarías, a las
cosas propias y de uno mismo, buenas, y que, a la creación (poíesis) de
cosas buenas, le llamarías actividades (práxeis). Pues también de Pró-
dico
30
he oído un sin fin de distinciones sobre las palabras;. pero yo te
dejo que fijes como quieras el sentido, con tal de que expliques adónde
vas con el término que uses
31
.
Vamos ahora, pues, a empezar a definir
claramente desde un principio. ¿Es, pues, a la «ocupación con».
(práxis) cosas buenas, o a su creación o producción (poíesis), o como
quieras llamarlo, a lo que denominas sensatez?
27. Con el empleo de los verbos poieîn, práttein, ergázesthai, que ocupan partes de un
campo semántico (hacer, actuar, trabajar, elaborar, etc.), va a provocar Sócrates una cierta
confusión, pero, al mismo tiempo, llevará a cabo un interesante análisis lingüístico.
28
HESÍOTO, Trabajos y días 311. (Cf. JENOFONTE, Memorables I 2, 56 sigs.)
29. Para Critias, «hacer» (poieîn) tiene un carácter más neutral que «ocuparse de»
(práttein) y «trabajar» (ergázesthai). Cf. EKKEHARD MARTENS, Das selbstbezügliche
Wissen in Platons Charmides, Munich, 1973, pág. 33.
30. Pródico de Ceos, el sofiista que desarrolló su actividad en Atenas en torno al año
425. Platón lo ha caracterizado en el Protágoras (315d sigs.). Se ocupó de problemas po-
líticos y se hizo famoso por su preocupación por la sinonímica y por otros problemas de
lenguaje. También en el Protágoras (341a) Sócrates alaba a Pródico y reconoce haber
aprendido de él. En este pasaje, Pródico pone de manifiesto su «análisis del lenguaje» en
la interpretación de unos versos de Simónides. En el Teeteto (151b), Sócrates recuerda
que, a algunos de los que nada tienen que aprender con él, los envía a Pródico. En el Eu-
tidemo 277e, se destaca este carácter analítico de Pródico: «Porque, en primer lugar, co-
mo dice Pródico, conviene aprender el uso exacto de los nombres». A continuación se
nos muestran las diferencias semánticas entre aprender y comprender, para concluir con
el carácter de juego que tiene el lenguaje.
31 Esta llamada a la univocidad puede ser la única posibilidad de escapar a la original
ambigüedad del lenguaje. El pasaje del Eutidemo al que se refiere la nota anterior señala,
con una modernidad extraordinaria, el marco del problema y, al mismo tiempo, ejempli-
fica un cierto proceder dialéctico que Sócrates practica en el Cármides: «Todo esto es en
el fondo un juego... y, ello, porque si uno aprendiese mucho o incluso si lo aprendiese to-
do, no por ello sabría más de los objetos mismos y de su naturaleza, sino que sólo esta-
ríamos preparados para jugar este juego con la gente, al hacer que tropezasen y cayesen,
con los diversos significados de los nombres, como los que te quitan la silla cuando te vas
a sentar» (278b).
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-Sí, a eso, dijo.
-No es, pues, sensato el que se ocupa con cosas malas, sino con bue-
nas.
-¿Es que a ti, mi buen Sócrates, no te parece así?
-Dejemos eso, dije yo. Porque todavía no estamos examinando lo que
a mí me parece, sino lo que tú estás diciendo.
-Pero, en verdad, dijo, sostengo que quien no hace . bien sino mal,
ése no es sensato, y que lo es quien hace bien y no mal. Te defino,
pues, claramente la sensatez, como el ocuparse con buenas obras.
-Igual nada se opone a que estés diciendo la verdad, pero hay algo,
por cierto, que me asombra. Me refiero a si tú crees que los hombres
sensatos ignoran que lo son.
-No lo creo, no, dijo.
-¿No eras tú el que antes afirmaba, le pregunté, que no ves ningún
inconveniente en que sean sensatos los artesanos que hacen las cosas de
los otros?
-Lo he afirmado, sí, dijo. ¿Pero qué tiene que ver con esto?
-Nada. Pero dime si, en tu opinión, un médico que cura a alguien
hace algo provechoso para sí mismo y b para aquel al que cure.
-Yo creo que sí.
-¿Obra, pues, convenientemente el que así obra?
-Sí.
-¿Y el que obra convenientemente no es sensato?
-Sí que lo es.
-¿Y es necesario que el médico sepa cuándo cura con provecho y
cuándo no, y que cada uno de los artesanos sepa cuándo va a sacar be-
neficio de la obra que tiene entre manos y cuándo no?
-Posiblemente no.
-Algunas veces, pues, dije yo, habiendo obrado con provecho o con
daño, el mismo médico no sabe cómo c obro. Sin embargo, habiendo
obrado provechosamente, según tú, obró sensatamente. ¿O no has dicho
eso?
-Sí que lo dije.
-Por tanto, parece que, quien algunas veces obra con provecho, obra,
en verdad, con sensatez y es sensato, aunque no sabe que lo es.
-Pero esto es cosa, Sócrates, que no pasaría nunca. No obstante, si
crees que lo que yo antes he concedido, lleva necesariamente a esa con-
clusión, yo mismo retiraría parte de lo dicho, y no me avergonzaría de
no haberme expresado con precisión en lo que dije, antes que recono-
cer, jamás, que un hombre es sensato sin saberlo. Pues casi iba yo a
sostener eso mismo de que ser sensato es conocerse a sí mismo, y coin-
cido con aquel que en Delfos puso aquella inscripción que, según creo,
está dedicada a esto, a una bienvenida del dios a los que entran, en lu-
gar de decir «salud», ya que esta fórmula de «salud» no es correcta, ni
deseable como exhortación de unos a otros, sino la de «sé sensato». El
dios da la bienvenida, pues, a los que entran al templo, de diferente
manera que los hombres. Esto es lo que tuvo en su cabeza el que puso
la inscripción, cuando la puso. Al menos, así me parece. Y el dios no
dice otra cosa, en realidad, a los que entran, sino «sé sensato». Bien es
verdad que habla más enigmáticamente, como un adivino. Porque «el
conócete a ti mismo» y el «sé sensato» son la misma cosa, según dice la
inscripción, y yo con ella; pero fácilmente podría pensar alguno que
son distintas
32
. Cosa que me parece que les ha pasado a los que des-
pués han hecho inscripciones como, por ejemplo, la de «Nada demasia-
do» y «El que se fía, se arruina». También ellos tomaron el «Conócete
a ti mismo» por un consejo, y no por una salutación del dios a los que
164a
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165a
entraban. Así pues, para no ser menos en eso de dar consejos útiles han
grabado estas inscripciones y las han puesto ante nosotros. Por qué, Só-
crates, estoy diciendo todo esto, es por lo siguiente: olvidémosnos de
todo lo que antecede, porque creo que es indiferente el que haya sido
yo, o hayas sido tú, quien ha dicho algo justo; lo cierto es que no ha si-
do mucha la claridad de lo que decíamos. Ahora, sin embargo, quiero
darte razón de esto otro: de si no es la sensatez el conocim
iento de uno
mismo.
32. La fórmula «conócete a ti mismo» viene, según el Protágoras (343a), de los Siete
sabios, que hicieron ponerla como inscripción en el santuario de Apolo en Delfos. La tra-
dición doxográfica atribuye el dicho a Quilón (DIELS, I 63, 25) y, en otra variante, a Ta-
les (DIELS, I 64, 6-7). Para la escuela pitagórica, el «conócete a ti mismo» era respuesta
a «¿qué es lo más difícil?...» (DIELS, I 464, 18).
-Pero tú, Critias, le dije yo, te pones ante mí como si yo afirmase que
sé aquello por lo que pregunto, y que, tan pronto como lo quisiera, esta-
ría de acuerdo contigo; cosa que no es así. Más bien ando, siempre en
tu compañía, detrás de lo que se nos ponga por delante, porque en ver-
dad que yo mismo no lo sé. Una vez, pues, que lo haya examinado, será
cuando esté dispuesto a decir si estoy o no de acuerdo contigo. Espera
entonces, hasta que me lo haya visto bien.
-Míralo, pues, me dijo.
-Eso es lo que hago, respondí. Por consiguiente, si la sensatez es algo
así como conocer, es claro que sería un saber y un saber de algo. ¿O
no?.
-Eso es lo que es, afirmó, y además, de uno mismo.
-¿Y no es la medicina, le dije, un saber de la salud?
-Sí que lo es.
-Pues bien, le dije, si tú me preguntases: ¿siendo la medicina un saber
de la salud, en qué consiste su utilidad para nosotros y qué es lo que
produce?, te respondería que algo de no poca monta: la salud, y me
concederás que ésta es una excelente producción. Te lo concedo.
-Y si, además, me preguntases por la arquitectura, que es algo así
como saber edificar, y qué efecto es el que tiene, te diría que su efecto
son los edificios. Y así, de las otras técnicas. En consecuencia, para la
sensatez, en cuanto que es, según tú, una cierta ciencia o saber de uno
mismo, tendrás algo que decir al que te pregunta: ¿la sensatez, oh Cri-
tias, siendo como es una ciencia o un saber de sí mismo, qué obra exce-
lente lleva a cabo, que sea digna de tal nombre? ¡Venga!, dime.
-Pero, Sócrates, respondió, tú no estás buscando correctamente. Por-
que no es este saber, por su misma naturaleza, igual a los otros saberes,
lo mismo que no lo son los otros entre sí Y tú estás haciendo una inves-
tigación como si fueran semejantes. Dime, pues, añadió, ¿del arte del
cálculo, o de la geometría cuál es su obra: como la casa lo es de la ar-
quitectura y el manto del arte de tejer, u otras obras semejantes que se
podrían mostrar de otras muchas artes? ¿Me puedes enseñar tú, para
esas dos artes, un producto tal? Pero no, no vas a poder.
-Dices verdad, le respondí. Pero voy a mostrarte de qué es saber cada
uno de estos saberes que, por cierto, resultan ser algo distintos de sí
mismos. Así, por ejemplo, el arte del cálculo lo es de los números pares
e impares y de la relación cuantitativa que se establece entre ellos mis-
mos y entre los otros. ¿O no es así?
-Sí que lo es, dijo.
-¿Y no son los pares y los impares algo distinto del mismo arte del
cálculo?
-¿Cómo no?
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-Y también la estática es saber de lo pesado y de lo ligero, si bien son
cosas distintas de la estática misma lo pesado y lo ligero. ¿Me lo con-
cedes?
-Claro que sí.
-Dime, pues, ¿de qué es saber la sensatez y qué obra produce que sea
distinta de sí misma?
-Esa es la cuestión,: Sócrates, dijo. En tu pregunta has caído en aque-
llo en lo que la sensatez se distingue de todos los otros saberes. Pero tú
buscas una semejanza de ella con los otros, y esto no es así, sino que
todos los otros saberes lo son de algo, pero no de sí mismos, mientras
que ella es la única que, además de un saber de todos los otros, lo es de
sí misma. Y esto no debería de habérsete ocultado, pero si así ha sido es
porque creo que estás haciendo lo que antes no decías que hacías: que
estás tratando de refutarme a mí y estás olvidándote de aquello sobre lo
que versa el discurso
33
.
33 Con esta definición de la sensatez como saber de sí mismo, se entra en la parte más
original del diálogo. Precisamente es esta parte la que ha sido objeto de algunas recientes
investigaciones, como las de E. MARTENS, mencionada en la nota 22; B. WITTE, Die
Wissenschaf t vom Guten und Bösen. Interpretationen zu Platons Charmides, Berlín,
1969; TB. EBERT, Meinung und Wissen in der Philosophie Platons. Untersuchungen zum
Charmides, Menon und Staat, Berlín, 1974, págs. 55-82. Pionero, en este tema del Cár-
mides, fue el valioso estudio de CARL SCHIRLITZ, publicado a finales del siglo pasado:
«Der Begriff des Wissen vom Wissen in Platons Charmides und seine Bedeutung für das
Ergebnis des Dialogs», en Neue Jahrbücher für Philologie und Paedagogik 155 (1897),
451-476 y 513-537.
-¿Cómo puedes suponer algo así?, dije yo. Estás pensando que, por
refutarte a ti mismo realmente, yo lo hago por otra causa distinta de
aquella que me lleva a investigarme a mí mismo y a lo que digo, por
temor tal vez, a que se me escape el que pienso que sé algo, sin saberlo.
Te digo, pues, qué es lo que ahora estoy haciendo: analizar nuestro dis-
curso, sobre todo por mí mismo, pero también, quizá, por mis otros
amigos. ¿O es que no crees que es un bien común para casi todos los
hombres el que se nos haga trasparente la estructura de cada uno de los
seres?
-Y mucho que lo creo, dijo él, ¡oh Sócrates!
-Por tanto, ten ánimo, bendito Critias, dije yo, y responde desemba-
razadamente a lo que se te pregunte, sin cuidarte de si es Critias o Só-
crates el que es refutado. Preocúpate, pues, sólo de poner atención al
discurso y de ver por dónde pueda salir airosamente cuando se le cierre
el paso con argumentos.
-Así es como lo haré, pues me parece ponderado lo que dices.
-Dime, una vez más, insinué yo, cuál es tu juicio sobre la sensatez.
-Digo, pues, añadió él, que, de entre todos los otros saberes, ella es el
único que lo es de sí misma y de todos los demás.
-¿Y no es verdad, dije yo, que tal vez sea saber del no-saber si es que
lo es del saber?
-Claro que sí, dijo.
-En efecto, sólo el sensato se conocerá a sí mismo y será capaz de
discernir realmente lo que sabe y lo que no sabe, ,y de la misma manera
podrá investigar qué es lo que cada uno de los otros sabe y cree saber
cuando sabe algo, y además qué es lo que cree saber y no lo sabe. Por-
que no habrá ningún otro que pueda saberlo.
-Esto es, pues, el ser sensato y la sensatez y el conocimiento de sí
mismo: el saber qué es lo que se sabe y lo que no se sabe. ¿Es esto lo
que quieres decir?
-Eso es, dijo.
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-Así pues, otra vez, dije yo, «a la tercera va la vencida»
34
, de modo
que vamos a examinar de nuevo y en primer lugar la cuestión de si es
esto posible o de si no lo es -el saber que se sabe lo que se sabe y que
no se sabe lo que no se sabe-, y en segundo lugar -si algo así es real-
mente posible-, qué utilidad nos reportaría a los que lo sepamos.
-Sí, eso precisamente es lo que tenemos que investigar, dijo.
Mira, pues, oh Critias, continué yo, si de todo esto encuentras, antes
que yo, una salida, porque, de verdad; estoy en una aporía. ¿Quieres
que te explique en qué clase de ellas?
34.
Era una fórmula de devoción al dios salvador, Zeus, a quien se
dedicaba la tercera copa en los banquetes. Es éste el tercer intento de
Cribas para encontrar una respuesta adecuada a qué es sensatez. (Cf.
Repáblica 583b; Filebo 66d.) Los escolios así lo interpretan. (Cf.
SCHIRLITZ, ob. cit., pág. 464, n. 10.)
-Sí que quiero, dijo.
-¿No es verdad, proseguí yo, que se daría todo eso, si acontece lo que
hace un momento decías: que hay un solo saber que no lo es de otra co-
sa sino de sí mismo y de los demás saberes, y que, a la par, ese mismo
saber lo es de la ignorancia?
-Ciertamente.
-Date cuenta, pues, compañero, de qué extraña cosa es esa de la que
estamos hablando. Pues cuando tú, en otros casos, haces una investiga-
ción semejante, pienso que llegará a parecerte inviable.
-¿Cómo?, y ¿en qué casos?
-En los siguientes: imagínate por un momento que se da una especie
de visión que no dice relación con aquello de lo que normalmente es vi-
sión la visión, sino que es visión de sí misma y de las demás visiones, y
también, de las no-visiones; y siendo como es visión, no ve color algu-
no, sino sólo se ve a sí misma y a las otras visiones. ¿Te parece a ti que
existe algo así?
- ¡Por Zeus, que no!
-¿Y una audición que no oye sonido alguno, pero que se oye a sí
misma y a las otras audiciones y a las no audiciones?
-Ni esto siquiera.
-En resumen, considera si, entre todas las sensaciones, te parece a ti
que hay una que lo sea de las otras y de sí misma, pero no sintiendo na-
da de lo que las otras sensaciones sienten.
-No, no me lo parece.
-¿Y creerías que hay un deseo que no lo sea de ningún placer, sino de
sí mismo y de los otros deseos?
-De ninguna manera.
-¿O habrá una voluntad, según se me ocurre, que no quiera bien al-
guno, pero que sí se quiera a sí misma y a las otras voluntades?
-No, no, tampoco.
-¿O tal vez, un amor hay, dirías tú, tal que no se encuentre siéndolo
de belleza alguna, sino de sí mismo y de los otros amores?
-No, no lo diría.
-Y temor, ¿has llegado alguna vez a pensar en un temor que se teme
a sí mismo y a los otros temores, pero que no teme a ninguna de las co-
sas temibles?
-Nunca lo llegué a pensar.
-¿Y una opinión que lo es de otras opiniones y de sí misma, pero que
no es opinión de nada de lo que las otras lo son?
-De ninguna manera
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.
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35. En estos interesantes ejemplos se intenta negar la posibilidad de un saber no inten-
cional. Tanto el amor como el querer o el deseo, no tienen posibilidad de relación directa
hacia sí mismo, sino sólo con la inclusión de aquello a lo que se tiende.
-Pero, en cambio, un saber hay, al parecer, que decimos que es así;
que no es saber de conocimiento alguno, sino de sí mismo y de los
otros.
-Sí que lo decimos.
-¿Y no sería algo raro, si es que realmente existe? De todas formas
no diremos, sin más, que algo así no es posible, sino que, por el contra-
rio, investigaremos la posibilidad de que exista.
-Dices bien.
-Vamos a ver: ¿es ese mismo saber, saber de algo, y está en su poder
el referirse a algo? ¿O no es así?
-Sí que lo es.
-Porque de lo mayor decimos que tiene el poder de ser mayor que al-
go.
-Sí que lo tiene.
-¿Y mayor que una cosa más pequeña, si es que, realmente, es ma-
yor?
-Necesariamente.
-Si nosotros, por tanto, encontráramos algo mayor, y que es mayor
que cualquier cosa mayor y que sí mismo, pero que no es mayor que
aquello comparado con lo cual, lo mayor es mayor, ¿no le pasaría a eso,
de alguna manera, que, aun siendo mayor que sí mismo, sería a la par
menor? ¿O no?
-Con absoluta necesidad, oh Sócrates, dijo.
-Por tanto, si algo doble lo es en relación con los otros dobles y en re-
lación consigo mismo, ¿no sería algo que siendo doble fuera, por cierto,
la mitad de sí mismo? ¿Porque, no es quizá lo doble, doble de una mi-
tad?
-Verdad que sí.
-Pero, ¿lo que es más que sí mismo no será menor y lo que es más
pesado, más ligero, y lo que es más viejo, más joven? ¿Y no ocurrirá de
la misma manera con todo aquello que tiene poder en relación consigo
mismo, que posee también esa cualidad o estructura de la que ese poder
es poder? Quiero decir lo siguiente: la audición, ¿no decimos que es
audición de un sonido? ¿O no?
-Sí.
-Por consiguiente, si ella se oye a sí misma, se oirá porque tiene so-
nido en sí. Pues de otro modo no se oiría.
-Con absoluta necesidad.
-Y la visión, mi excelente amigo, si es que ella misma se mira a sí
misma, necesariamente tendrá que tener algún color. Porque una visión
no puede ver nunca nada que no sea coloreado
36
.
36. Sócrates va mostrando la imposibilidad de un saber que, como tal saber, fuera ob-
jeto de sí mismo. Este tema adquirirá después en Aristóteles un momento supremo de de-
sarrollo con su teoría de la nóēsis néseōs (Met. XII 7, 1074b 34). (Cf. Teeteto 145b; 210c;
Sofista 230d.)
-Seguro que así es.
-Ves pues, Critias, que, de cuantas cosas hemos hablado, algunas de
ellas se nos presentan imposibles completamente y de otras nos viene
con fuerza la. duda de si tienen ellas mismas poder, en relación con
ellas mismas. Lo cierto es que, en relación con magnitudes y cosas se-
mejantes, resulta completamente imposible. ¿O no?
-Y mucho que resulta.
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-La audición, sin embargo, y la visión, y aun el movimiento que se
mueve a sí mismo y el calor que se calienta, y otros casos semejantes,
ofrecerían tal vez una cierta duda a algunos, pero a otros no. Se necesi-
taría, en efecto, de un gran hombre, mi querido amigo, que determina-
se, con precisión y en todos los casos, esto: si no hay nada que, por na-
turaleza, tenga el poder de referirse a sí mismo, pero sí a otro, o bien a
algunas cosas sí y a otras no. Pero, además -si hay cosas, sean las que
sean, que se refieran a sí mismas-, si entre ellas se encuentra el saber
ese, en el que nosotros decimos que consiste la sensatez.
Yo, en verdad, no me veo a mí con condiciones para determinarlo, y
por eso, ni siquiera estoy capacitado para afirmar que sea posible el na-
cimiento de algo semejante a un saber del saber, ni tampoco, aun dando
por sentado que exista, reconocería que era éste la sensatez, antes de
haber investigado si puede traernos algún provecho o no. Con todo, me
atrevo a vaticinar que la sensatez es algo útil y bueno.
-Tú, pues, hijo de Caliscro -al fin de cuentas eres tú el que ha sentado
la tesis de que la sensatez, es un saber del saber y de la ignorancia-, ex-
plícame, en primer término, que es posible demostrar lo que antes decí-
as y, después de esta posibilidad, pruébame que es útil
37
. Entonces, tal
vez quede satisfecho con la definición que has dado de lo que es la sen-
satez.
37. Un saber -epistémē- que no tuviera utilidad alguna sería una contradicción, ya que
este concepto lleva inseparablemente unido las dos vertientes, la práctica y la teórica. Es-
te aspecto aparece frecuentemente en PLATÓN (Eutifrón 7d; Filebo 55e; Eutidemo 280a
sigs.) Más adelante (171d sigs.), Sócrates mostraría la dificultad que encierra este saber
sin objetos en el dominio de la Polis.
Y Critias, oyendo estas cosas y viendo que yo andaba perplejo -como
a aquellos que, viendo bostezar a los que tienen enfrente, les entran ga-
nas de hacer lo mismo-, me pareció que estaba contagiado por mi incer-
tidumbre y vencido por la aporía. Y como también estaba siempre muy
pendiente de su reputación, se avergonzaba ante los que allí se encon-
traban, y por un lado no quería concederme que era imposible dar cuen-
ta de las cuestiones propuestas, y por otro no decía nada claramente, in-
tentando ocultar la aporía. Y yo, para que el discurso fuese adelante, di-
je:
-Entonces, si te parece Critias, vamos a dar ahora por sentado que es
posible que se dé un saber del saber. Examinaremos de nuevo si esto es
así, o no. Pero dime, en el caso de que esto fuera plenamente posible,
¿cómo podrían saberse más y mejor las que uno sabe y las que no?
Porque decíamos que esto era el conocerse a sí mismo y. el ser sensato.
¿O no es así?
-Y mucho que lo es, dijo, y concuerda de alguna manera, oh Sócra-
tes. Porque si alguno tiene un saber que se conoce a sí mismo, ése sería
tal como es lo que tiene. Como cuando alguno tenga velocidad, será ve-
loz, y cuando belleza, bello, y cuando conocimiento, conocedor, y
cuando, en verdad, tenga un conocimiento que lo es de sí mismo, ese
tal será entonces un conocedor que se conoce a sí mismo.
-No es esto lo que te discuto, dije yo, o sea que, cuando alguno esté
en posesión de «lo que se conoce a sí mismo», se conozca efectivamen-
te a sí mismo, sino que, al que tiene esto, le venga también por necesi-
dad el discernir las que sabe y las que no.
-Porque ambas cosas, Sócrates, son uno y lo mismo.
-Tal vez, dije. Pero soy yo sobre todo el que sigo siendo el mismo.
Porque de nuevo estoy sin aprender cómo es que es igual el saber las
cosas que uno sabe y el saber las que no sabe.
-¿Cómo dices?, dijo.
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-Así, dije yo; habiendo como debe haber un saber del saber, ¿será ca-
paz de distinguir más allá de que, en un caso, haya saber y, en otro, no?
-No, sino sólo en este caso.
-¿Son, pues, lo mismo el saber y la ignorancia de lo sano, el saber y
la ignorancia de lo justo?
-De ninguna manera.
-Pero pienso, a mi vez, que la medicina y la política, no son otra cosa
que saber.
-¿Cómo no?
-Así pues, si alguno no supiera, por añadidura, nada de la salud y de
la justicia, sino que sólo conociera el saber, y de esto fuera sólo de lo
que supiera, en ese caso llegará probablemente a saber, en él mismo y
en los otros, que sabe algo y que tiene algo así como un saber. ¿No es
así?
-Sí.
-Pero con un saber semejante, ¿cómo sabrá que conoce? Porque a fin
de cuentas, si conoce qué es la salud, es por la medicina, pero no por la
sensatez, y lo armónico por la música, pero no por la sensatez, y la edi-
ficación por la arquitectura, pero no por la sensatez, y así sucesivamen-
te. ¿O no?
-Parece que sí.
-Pero con la sensatez, si es sólo un saber del saber, ¿cómo sabrá que
conoce la salud o que conoce la arquitectura?
-De ninguna manera.
Así pues, el que ignore esto no sabrá qué es lo que sabe, sino sólo
que sabe.
Así parece.
-En consecuencia, el ser sensato y la sensatez no d serían esto de sa-
ber las cosas que sabe y las que no sabe, sino, al parecer, que sabe y
que no sabe.
-Va a ser así.
-Ni, pues, de otro, que dice que algo sabe, será este hombre capaz de
indagar si sabe lo que dice saber o si no lo sabe, sino que tan sólo sabrá,
'al parecer, que tiene un saber; pero la sensatez no le hará saber de qué
cosa.
-No parece.
-En consecuencia, no será capaz de distinguir a aquel que pretende
pasar por médico, de quien lo es realmente, ni a ningún otro que tiene
conocimiento, de quien no lo tiene. Pero partamos de lo siguiente: si un
hombre sensato o cualquier otro quiere distinguir al que es de verdad
médico del que no lo es, ¿no es verdad que procederá así: sin duda que
no hablará con él sobre medicina, pues según decimos el médico no en-
tiende de otra cosa que de la salud y de la enfermedad? ¿No es así?
-Sí, así es.
-Sobre el saber no sabe nada, pues esto se lo hemos dejado sólo a la
sensatez.
-Sí.
Y sobre la medicina tampoco sabe nada el médico, ya que la medici-
na resulta que es un saber.
-Es verdad.
-Que el médico posee algún saber lo conocerá el sensato, pero, obli-
gado a intentar descubrir qué es, ¿no preguntará por sus contenidos? ¿O
es que cada saber no está demarcado, no como simple saber, sino como
tal saber, o sea por su relación con algo concreto?
-Sí que está demarcado.
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-Y la medicina se demarca de otros saberes por ser un saber de la sa-
lud y de la enfermedad.
-Sí.
Así pues, el que quiera examinar la medicina es necesario que lo
haga en esos dominios en los que ella se mueve, y no, por cierto, en los
que caen fuera de ella y en los que no está.
-Claro que no.
-Es, pues, en los dominios de la salud y de la enfermedad en los que
examinará al médico, en cuanto experto en medicina, el que quiera pro-
ceder correctamente.
-Así parece.
-Por tanto, en los dominios de los dichos y de los hechos, habrá que
investigar si lo que se dice se dice con verdad, y si lo que se hace se
hace rectamente.
-Necesariamente.
-¿Es que sin la medicina podría alguien hacerse cargo de alguno de
estos asuntos?
-Sin duda que no.
-Ni ningún otro, excepto el médico, podría hacerlo. Ni siquiera el
sensato. De lo contrario, estaría en posesión no sólo de la sensatez, si-
no, encima, de la medicina.
-Así es.
-Mucho más aún, si la sensatez es saber del saber y de la ignorancia,
no será capaz de distinguir al médico, que entiende algo de su arte, del
que no entiende, pero que se las da de que entiende o se lo cree, ni a
ningún otro de los que son expertos en algo sea de lo que sea, excepto,
claro está, a sus propios colegas en la materia, como pasa con los otros
artesanos.
-Parece que sí, dijo.
-¿Qué utilidad, pues, dije yo, obtendríamos, Critias, de la sensatez,
siendo como es? Porque si, en verdad -cosa que desde el principio
habíamos supuesto-, supiera el sensato las cosas que sabe y las que no
sabe, las unas porque las sabe y las otras, porque no las sabe, y fuera,
también, capaz de averiguar esto en otra persona que se encontrase en
la misma situación, entonces, a mi juicio, sí que podríamos sacar un
gran provecho con ser sensatos. Pasaríamos la vida sin equivocaciones
nosotros mismos porque poseíamos la sensatez, y también todos aque-
llos que estuviesen bajo nuestro gobierno. Nosotros mismos no pon-
dríamos mano en nada que no supiéramos, sino que, encontrando a los
que entienden, se lo entregaríamos. También a nuestros subordinados
les permitiríamos hacer aquello que pudieran hacer bien, cuando lo
hicieran -esto, acaso, sería aquello de lo que poseen conocimiento-, y
así una casa administrada por la sensatez sería una casa bien adminis-
trada, y una ciudad bien gobernada, y todo lo otro sobre lo que la sensa-
tez imperase. Desechado, pues, el error, imperando la rectitud, los que
se encontrasen en tal situación tendrían que obrar bien y honrosamente
y, en consecuencia, ser felices. ¿No hemos hecho, Critias, un discurso
así sobre la sensatez, dije yo, cuando queríamos describir qué gran bien
era el saber lo que uno sabe y lo que no sabe?
-Sin duda que lo hemos hecho, dijo.
-Pero ahora ves, dije yo, que en ningún lugar hemos llegado a encon-
trar un saber que se encontrase en tales condiciones.
-Ya lo veo.
-¿Acaso, dije yo, la sensatez que acabamos de descubrir y que es ex-
perta en el saber y en la ignorancia no tiene de bueno que quien la po-
see aprende más fácilmente todo lo que, por lo demás, quiere aprender,
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y que todo le aparece más claro, porque, al lado de todo aquello que
aprende, ve, por añadidura, el saber mismo? ¿Y no juzgará a todos los
otros más exactamente en aquello que él mismo haya aprendido; mien-
tras que querer juzgar, sin ese aprendizaje, a otros será hacerlo más flo-
ja y malamente? Así, pues, mi querido amigo, ¿no será algo de este es-
tilo el provecho que se saca de la sensatez, y lo que pasa es que noso-
tros tenemos la mirada puesta en algo mayor y buscamos algo mayor de
lo que en realidad es?
-Tal vez, dijo él, es eso lo que pasa.
-Tal vez, dije yo. Tal vez hemos estado buscando una cosa inútil. Se
me ocurre esto, porque hay un par de cosas que me parecen sin sentido
en la sensatez, si es que es así como decimos. Vamos, pues, a ver si po-
demos ponernos de acuerdo en que es posible que se dé un saber del
saber y en que aquello que, desde un principio hemos propuesto como
sensatez, o sea el saber lo que se sabe y lo que no se sabe, no lo deje-
mos de lado sino que lo aceptemos. Y aceptando todo esto, examine-
mos mejor, si así delimitada, nos será útil en algo. Porque lo que de-
cíamos antes de que la sensatez sería un bien inmenso, como guía de la
administración de la casa y de la ciudad, no me parece, Critias, que lo
hemos conjugado acertadamente.
-¿Cómo es que no?, dijo él.
-Porque, le dije, hemos admitido demasiado fácilmente que sería un
gran bien para los hombres, si cada uno de nosotros nos ocupáramos de
aquellas cosas que sabemos, y las que no sabemos las dejaremos para
los que la saben.
-¿Es que no estuvo bien el ponernos de acuerdo en esto?, dijo.
-No me lo parece, le dije.
-Verdaderamente, Sócrates, que son muy extrañas tus palabras, dijo.
-¡Por el perro
38
! ,
contesté yo, también a mí me lo parecen. Es en esto
en lo que yo precisamente me estába fijando antes, cuando dije que se
me presentaban cosas extrañas y que tenía el temor de que nuestra in-
vestigación no fuera por buen camino. Pues, en verdad, si la sensatez es
todo aquello que decimos que es, no me parece demasiado claro que
nos haga buenos.
-¿Cómo es que no?, dijo él. Explícate, para que todos nosotros sepa-
mos qué estás diciendo.
-Creo, dije a mi vez, que estoy diciendo tonterías; pero, al mismo
tiempo, sigo creyendo que es necesario ir tras esas imágenes que nos
pasan por la cabeza y no dejarlas escapar sin más ni más, por muy poco
aprecio que uno tenga de sí mismo.
-Bien estás hablando, dijo.
-Escucha, pues, mi sueño; bien sea que haya pasado por la de cuerno
o por la de marfil
39
. Porque si la sensatez, tal como la hemos definido
ahora, nos guiase realmente, tendría que ocuparse de todo, según el
contenido de los distintos saberes, y ningún timonel que dijese, sin ser-
lo, que lo era, nos podría engañar, ni ningún médico o estratego, o
quienquiera que sea, que se las diese de que sabe algo sin saberlo, nos
podría pasar desapercibido. Siendo así las cosas, ¿qué nos podría pasar,
sino que precisamente los cuerpos serían más sanos que ahora, que es-
caparíamos mejor a los peligros del mar y de la guerra y que todo nues-
tro mobiliario, vestimenta y calzado, y, en definitiva, todas nuestras co-
sas y, en general, todo absolutamente estaría hecho más esmerada y ar-
tísticamente, porque dispondríamos de auténticos artesanos? Si quieres
podemos ponernos de acuerdo en que el arte adivinatoria sea un saber
de lo que tiene que pasar y en que la sensatez, sabiendo de ella, tenga a
raya a los charlatanes, y, a los que sean verdaderamente adivinos, nos
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los presente como precursores del futuro. Convengo en que el género
humano, así preparado, obraría y viviría más sabiamente, porque la
sensatez no permitiría que, bajo su vigilancia, se colase, como colabo-
radora nuestra, la ignorancia. Sin embargo, que obrando así de sabia-
mente, obraríamos bien y seríamos más felices, eso, querido Critias, es
cosa que aún no podemos alcanzar.
38. Fórmula de juramento usada frecuentemente por Sócrates.
39. Alusión a la Odisea (XIX 56(}-567), en la que Penélope explica a Odiseo la dife-
rencia entre estos sueños: «Hay dos puertas para los leves sueños: una construida de
cuerno, y otra de marfil. Los que vienen por el bruñido marfil nos engañan trayéndonos
palabras sin efecto, y los que salen por el pulimentado cuerno anuncian, al mortal que los
ve, cosas que realmente han de verificarse.» En otros pasajes de Platón (Menón 85c; Tee-
teto 201d) encontramos referencias a sueños en los que aparece un saber impreciso, una
dóxa que tiene aún que organizarse en el esquema integrador del saber completo.
-Pero, en verdad, dijo él, no encontrarás fácilmente ningún otro fin
para las buenas obras, si desdeñas el del conocimiento.
-Me tienes que enseñar además, dije yo, una pequeñez: hablas de co-
nocimiento, ¿te refieres al del corte de suelas?
-Por Zeus, que no me refiero a eso.
-Entonces, ¿a trabajar el bronce?
-En modo alguno.
-¿Tal vez la lana, la madera, o alguna cosa así?
-No, en absoluto.
-Por tanto, no nos quedamos con nuestra afirmación de que el ser fe-
liz es vivir con conocimiento, pues los que así viven no estarían todos
de acuerdo, según tú, en que son felices, sino que me parece que estás
delimitando al feliz en el dominio del que vive con conocimiento de
ciertas cosas concretas. A lo mejor estás hablando del que yo decía
hace un momento, del que sabe las cosas del porvenir, del adivino. ¿Es
de éste o de algún otro del que hablas?
-De éste y de otro, dijo.
-¿De cuál? dije yo. ¿Acaso de aquel que, además del porvenir, sepa
todo lo que ha pasado y lo que ahora está pasando, y al que nada se le
escapase? Porque, pongamos por caso que un tal así exista, no me irías
a decir que habría otro más conocedor que él.
-No te lo diría, no.
-Pero aún hay algo que deseo conocer, cuál de los saberes es el que le
hace feliz, ¿o son todos por igual?
-No, por igual no, dijo.
-Entonces, cuál es el que más y, por medio de él, qué es lo que cono-
ce de las cosas que son, que fueron o que han de sobrevenir. ¿Quizá,
con ayuda de éste: el juego de las damas?
-Qué damas ni damas, dijo.
-¿O puede que el cálculo? -En manera alguna.
-¿O bien la salud?
-Más verosímilmente, dijo.
-Pero aquel al que, sobre todo, me refiero, ¿para qué le sirve?
-Para saber lo que tiene que ver con el bien y con el mal, dijo.
-¡Oh tú, bribón!, exclamé. Rato ha que me estás obligando a dar
vueltas, ocultándome que no es el vivir con conocimiento lo que hace
obrar bien y ser feliz, ni todos los otros saberes juntos, sino sólo esa pe-
culiar ciencia del bien y del mal. Puesto que si te pones a separar, Cri-
tias, este saber de todos los otros saberes, ¿va la medicina a hacernos
menos sanos en algo, la zapatería menos calzados, y el arte de tejer me-
nos vestidos? ¿El arte del timonel evitaría menos que muriésemos en el
mar, y la estrategia, en la batalla?
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-No menos por ello, no, dijo.
-Pero, entonces, querido Critias, lo que nos faltará, si esta ciencia nos
falta, es el que todas las otras lleguen a sernos buenas y provechosas.
-Verdad dices.
-Pero no es ésta por cierto, según parece, la sensatez, sino otra cuyo
objeto es sernos útil, y que no es un saber de los otros saberes y de las
ignorancias, sino del bien y del mal. De modo que si este saber nos es
provechoso, la sensatez tendrá que ser, para nosotros, algo distinto del
provecho.
-Pero, ¿cómo es que -dijo él- de nada nos serviría? Porque, si la sen-
satez es, con mucho, el saber de los saberes y sabe de los otros, enton-
ces también estaría por encima de este saber del bien y nos sería, en
consecuencia, provechosa.
-¿Pero, es que sería ese saber el que nos haría sanos, dije yo, y no la
medicina, y así en todas las otras artes, y no lo que es propio de cada
una de ellas? ¿O es que no estábamos desde hace tiempo de acuerdo en
que era sólo saber de los saberes y de las ignorancias, pero de ningún
otro? ¿No es así?
-Así parece.
-Luego, ¿no será originador de la salud?
-En modo alguno.
-Porque la salud es propia de otro saber, ¿no?
-De otro.
-Ni nos dará provecho, camarada, porque este efecto se lo hemos
atribuido ya a otro arte. ¿No es así?
-Y mucho que lo es.
-¿Y cómo, pues, nos será de provecho la sensatez, no originando pro-
vecho alguno?
-Pues no se me ocurre cómo.
-Ves, pues, oh Critias, por qué yo, desde hace un rato, había comen-
zado a tener miedo y me estaba reprochando, con razón, a mí mismo
que nada útil sacaríamos con lo de la sensatez. Porque en ese caso, lo
que todos tienen por más apetecible no se habría presentado como in-
útil, al menos si yo fuera útil para una buena pesquisa. Ahora, en cam-
bio, hemos sido derrotados en toda la línea y no podemos encontrar so-
bre qué cosa se apoyó el legislador que estableció este nombre de «sen-
satez»
40
.
40. Cf. Crátilo 388e sigs.
Y el caso es que nos hemos puesto de acuerdo en muchas cosas que
después no nos han coincidido en el discurso. Nos pusimos de acuerdo
en que había un saber del saber, no permitiéndolo el discurso, ni di-
ciendo que lo hubiese. Y nos pusimos de acuerdo en que, con ayuda de
esta ciencia, podíamos conocer los efectos de todas las otras -cosa que
tampoco permitió el discurso -a fin de que el sensato viniese a ser co-
nocedor de las que sabe porque las sabe, y de las que no sabe porque no
las sabe. Todo esto, pues, lo hemos concedido con excesiva generosi-
dad, sin darnos cuenta de lo imposible que-era que las que uno no sabe
de ninguna forma, las sepa, sin embargo, de algún modo.
Porque nuestro acuerdo viene a decir que se saben aquellas cosas que
no se saben, aunque, en mi opinión, no había nada que nos pareciera
más sin sentido que esto. Y, sin embargo, siendo nuestra pesquisa tan
de buenos modales y tan poco dura, no por ello ha podido encontrar
mejor la verdad, sino que de tal manera ésta se ha reído de aquélla, que
lo que hemos llegado a alcanzar, tras mucho tira y afloja, como caracte-
rístico de la sensatez, nos ha mostrado hasta el límite su total inutilidad.
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Por mí no me irrito mucho dije yo, pero sí, Cármides, por ti, porque,
siendo tú como eres de aspecto y, además, tan sensato de ánimo, para
nada te servirá esta sensatez, ni te aprovechará en algo el que esté pre-
sente en tu vida. Pero todavía me irrita más por el ensalmo aquel que
aprendí del tracio y que, después de tanto esfuerzo, descubro ahora co-
mo algo baladí. Con todo, no creo que esto sea así, sino que lo que pasa
es que yo he planteado mal mis pesquisas, puesto que la sensatez es un
gran bien y, si la posees, eres feliz. Mira, pues, si la tienes y no precisas
del ensalmo. Porque si la tienes, más bien yo te aconsejaría que me to-
mases por un tonto que no puede hacer caminar su discurso. En cuanto
a ti mismo, cuanto más sensato seas, tanto más feliz considérate.
-Por Zeus, Sócrates -entonces, respondió Cármides- que yo no sé si
la tengo o no la tengo. Porque cómo iba yo a saber lo que vosotros no
habéis sido capaces de encontrar qué pueda ser, al menos según tú di-
ces. En verdad, pues, que no me convences mucho, y en cuanto a mí
mismo, Sócrates, pienso que estoy muy necesitado del ensalmo. No
hay, por mi parte, impedimento alguno para que me sometas a él, cuan-
tos días quieras, hasta que digas que tengo bastante.
-Bueno. Pero en ese caso, dijo Critias, si haces eso, Cármides, me pa-
recerá que es una señal de sensatez, o sea, si te sometes al ensalmo de
Sócrates y no te apartas de él ni poco ni mucho.
-Cierto que lo seguiré, dijo, y no me despegaré de él. Sería algo in-
digno que no me .dejase persuadir por mi tutor y no hiciera lo que man-
das.
-En verdad, dijo, que te lo mando.
-Así pues, lo haré, dijo, y empezando desde hoy mismo.
-¡Eh! , vosotros, ¿qué andáis ahí tramando?, les dije yo.
-Nada, respondió Cármides, ¡que ya lo hemos tramado!
-¿Vas a obligarme, dije yo, sin darme plazo de preparación?
-Sí que te obligo, dijo, pues éste me manda a mí. Piensa tú, a tu vez,
que es lo que harás.
-¡Pero si ya no me has dejado posibilidad alguna de deliberar! Por-
que, una vez que te has empeñado en hacer cualquier cosa, forzándolo
si es preciso, no habrá nadie capaz de oponérsete.
-En ese caso, dijo él, no te me opongas tú.
-No, no me opondré.
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