al resto de los españoles, a los no vascongados, si son pobres, llamándolos
despreciativamente maquetos.
Es antigua en el pueblo vasco la pretensión de nobleza, originada del
aislamiento en que vivió. Para el aldeano vasco no hay más que una distinción
entre las gentes; euscaldunac los que hablan euscara o eusquera como él, y
erdaldunac los demás, los bárbaros, los que hablan cualquier erdara o erdera,
nombre en que se incluyen todas las hablas que no sean vascuence. Y
respecto a pretensiones de hidalguía, basta leer lo que a Don Quijote dijo
Sancho de Aspeitia. Cuéntase también que diciendo un Montmorency, creo,
delante de un vasco, que ellos, los Montmorency databan no sé si del siglo VIII
o IX, contestó el otro: pues nosotros, los vascos, no datamos. Y Tirso de Molina
hizo decir a don Diego de Haro que
Un nieto de Noé les dió nobleza
que su hidalguía no es de ejecutoria.
Estos humos han producido ahora, a favor de la riqueza, una atmósfera
irrespirable, pero es de esperar que digieran mis paisanos su riqueza y surja
allí la cultura que canta sobre las chimeneas de las fábricas, como diría otro
vasco, Maeztu, la que brota de expansión de vida.
Se ha dicho alguna vez que el vasco es triste, y triste habría que creerle, a
juzgar por los relatos de Baroja. Yo no lo siento así, sino que aspiro en mi país,
y entre los míos, una alegría casera y recogida, y no pocas veces el estallido
de gozo de la vida que desborda.
Para alegría, la de mi país; una alegría como la del sol que sonríe entre
jirones de nubes, sobre las montañas verdes, al través de la lluvia no pocas
veces; una alegría agridulce, como la del chacolí o la sidra. Suele ser la alegría
de dentro, no la que el sol os impone, sino la que brota del estómago saciado;
no del cielo, sino del suelo. Suele ser la alegría a la holandesa que irradia de
los cuadros de Teniers, la de sobremesa, tras pantagruélicas comilonas, no la
que se nutre de manzanilla, aceitunas y cantos morunos. Hay que ver en la
romería de la Albóniga, sobre Bermeo, cómo los intrépidos pescadores se
desentumecen los miembros dando saltos y cabriolas, con una encantadora
tosquedad, con la torpeza de gaviotas o alabancos que se pusieran a bailar.
¡Y si viérais una vuelta de romería, allá, al derretirse de la tarde, en los
repliegues del sendero, entre las fuertes hayas cuyo follaje susurra extraños