extraño". Examinaba el contorno de la frente alta y pálida -una frente irreprochable: ¡cuán fría es, en
verdad, esta palabra cuando se aplica a una majestad tan divina!-, la piel que competía con el más puro
marfil, la amplitud imponente, la serenidad, la graciosa prominencia de las regiones que dominaban las
sienes; y luego aquella cabellera de un color negro como plumaje de cuervo, brillante, profusa,
naturalmente rizada, y que demostraba toda la potencia del epíteto homérico, "¡jacintina!". Miraba yo las
líneas delicadas de la nariz, y en ninguna parte más que en los graciosos medallones hebraicos había
contemplado una perfección semejante. Era la misma tersura de superficie, la misma tendencia casi
imperceptible a lo aguileño, las mismas aletas curvadas con armonía que revelaban un espíritu libre.
Contemplaba yo la dulce boca. Encerraba el triunfo de todas las cosas celestiales: la curva magnifica del
labio superior, un poco corto, el aire suave y voluptuosamente reposado del interior, los hoyuelos que se
marcaban y el color que hablaba, los dientes reflejando en una especie de relámpago cada rayo de luz
bendita que caía sobre ellos en sus sonrisas serenas y plácidas, pero siempre radiantes y triunfadoras.
Analizaba la forma del mentón, y allí también encontraba la gracia, la anchura, la dulzura, la majestad, la
plenitud y la espiritualidad griegas, ese contorno que el dios Apolo reveló sólo en sueños a Cleómenes, el
hijo del ateniense. Y luego miraba yo los grandes ojos de Ligeia.
Para los ojos no encuentro modelos, en la más remota antigüedad. Acaso era en aquellos ojos de mi amada
donde residía el secreto al que lord Verulam alude. Eran, creo yo, más grandes que los ojos ordinarios de
nuestra propia raza. Más grandes que los ojos de la gacela de la tribu del valle de Nourjahad. Aun así, a
ratos era -en los momentos de intensa excitación- cuando esa particularidad se hacia más notablemente
impresionante en Ligeia. En tales momentos su belleza era -al menos, así parecía quizá a mi imaginación
inflamada- la belleza de las fabulosas huríes de los turcos. Las pupilas eran del negro más brillante y
bordeadas de pestañas de azabache muy largas; sus cejas, de un dibujo ligeramente irregular, tenían ese
mismo tono. Sin embargo, lo extraño que encontraba yo en los ojos era independiente de su forma, de su
color y de su brillo, y debía atribuirse, en suma, a la expresión. ¡Ah, palabra sin sentido, puro sonido, vasta
latitud en que se atrinchera nuestra ignorancia de lo espiritual! ¡La expresión de los ojos de Ligeia!
¡Cuántas largas horas he meditado en ello; cuántas veces, durante una noche entera de verano, me he
esforzado en sondearlo! ¿Qué era aquello, aquel lago más profundo que el pozo de Demócrito que vacía en
el fondo de las pupilas de mi amada? ¿Qué era aquello? Se adueñaba de mi la pasión de descubrirlo.
¡Aquellos ojos! ¡Aquellas grandes, aquellas brillantes, aquellas divinas pupilas! Habían llegado a ser para
mi las estrellas gemelas de Leda, y era yo para ellas el más devoto de los astrólogos.
No existe hecho, entre las muchas incomprensibles anomalías de la ciencia psicológica, que sea más
sobrecogedoramente emocionante que el hecho -nunca señalado, según creo, en las escuelas- de que, en
nuestros esfuerzos por traer a la memoria una cosa olvidada desde hace largo tiempo, nos encontremos con
frecuencia al borde mismo del recuerdo, sin ser al fin capaces de recordar. Y así, ¡cuántas veces, en mi
ardiente análisis de los ojos de Ligeia, he sentido acercarse el conocimiento pleno de su expresión! ¡Lo he
sentido acercarse, y a pesar de ello, no lo he poseído del todo, y por último, ha desaparecido con absoluto!
Y (¡extraño, oh, el más extraño de todos los misterios!) he encontrado en los objetos más vulgares del
mundo una serie de analogías con esa expresión. Quiero decir que, después del periodo en que la belleza de
Ligeia pasó por mi espíritu y quedó allí como en un altar, extraje de varios seres del mundo material una
sensación análoga a la que se difundía sobre mi, en mi, bajo la influencia de sus grandes y luminosas
pupilas. Por otra parte, no soy menos incapaz de definir aquel sentimiento, de analizarlo o incluso de tener
una clara percepción de el. Lo he reconocido, repito, algunas veces en el aspecto de una viña crecida
deprisa, en la contemplación de una falena, de una mariposa, de una crisálida, de una corriente de agua
presurosa. Lo he encontrado en el océano, en la caída de un meteoro. Lo he sentido en las miradas de
algunas personas de edad desusada. Hay en el cielo una o dos estrellas (en particular, una estrella de sexta
magnitud, doble y cambiante, que se puede encontrar junto a la gran estrella de la Lira) que, vistas con
telescopio, me han producido un sentimiento análogo. Me he sentido henchido de él con los sonidos de
ciertos instrumentos de cuerda, y a menudo en algunos pasajes de libros. Entre otros innumerables
ejemplos, recuerdo muy bien algo en un volumen de Joseph Glanvill que (tal vez sea simplemente por su
exquisito arcaísmo, ¿quién podría decirlo?) no ha dejado nunca de inspirarme el mismo sentimiento: "Y allí
se encuentra la voluntad que no fenece. ¿Quién conoce los misterios de la voluntad, y su vigor? Pues Dios
es una gran voluntad que penetra todas las cosas por la naturaleza de su atención. El hombre no se rinde a
los ángeles ni por entero a la muerte, salvo únicamente por la flaqueza de su débil voluntad."