Pero en estas otras salas había una densa muchedumbre. En ellas latía febrilmente el corazón de la vida. La
fiesta llegaba a su pleno arrebato cuando, por último, sonaron los tañidos de medianoche en el reloj. Y,
entonces, la música cesó, como ya he dicho, y apaciguáronse las evoluciones de los danzarines. Y, como
antes, se produjo una angustiosa inmovilidad en todas las cosas. Pero el tañido del reloj había de reunir esta
vez doce campanadas. Por esto ocurrió tal vez, que, con el mayor tiempo, se insinuó en las meditaciones de
los pensativos que se encontraban entre los que se divertían mayor cantidad de pensamientos. Y, quizá por
lo mismo, varias personas entre aquella muchedumbre, antes que se hubiesen ahogado en el silencio los
postreros ecos de la última campanada, habían tenido tiempo para darse cuenta de la presencia de una
figura enmascarada que hasta entonces no había llamado la atención de nadie, Y al difundirse en un susurro
el rumor de aquella nueva intrusión, se suscitó entre todos los concurrentes un cuchicheo o murmullo
significativo de asombro y desaprobación. Y luego , finalmente, el terror, el pavor y el asco.
En una reunión de fantasmas como la que he descrito puede muy bien suponerse que ninguna aparición
ordinaria hubiera provocado una sensación como aquélla. A decir verdad, la libertad carnavalesca de
aquella noche era casi ilimitada. Pero el personaje en cuestión había superado la extravagancia de un
Herodes y les límites complacientes, no obstante, de la moralidad equívoca e impuesta por el príncipe. En
los corazones de los hombres más temerarios hay cuerdas que no se dejan tocar sin emoción. Hasta en los
más depravados, en quienes la vida y la muerte son siempre motivo de juego, hay cosas con las que no se
puede bromear. Toda la concurrencia pareció entonces sentir profundamente lo inadecuado del traje y de
las maneras del desconocido. El personaje era alto y delgado, y estaba envuelto en un sudario que lo cubría
de la cabeza a los pies.
La máscara que ocultaba su rostro representaba tan admirablemente la rígida fisonomía de un cadáver, que
hasta el más minucioso examen hubiese descubierto con dificultad el artificio. Y, sin embargo, todos
aquellos alegres locos hubieran soportado, y tal vez aprobado aquella desagradable broma. Pero la máscara
había llegado hasta el punto de adoptar el tipo de la «Muerte Roja». Sus vestiduras estaban manchadas de
sangre, y su ancha frente, así como sus demás facciones, se encontraban salpicadas con el horror escarlata.
Cuando los ojos del príncipe Próspero se fijaron en aquella figura espectral (que con pausado y solemne
movimiento, como para representar mejor su papel, pavoneábase de un lado a otro entre los que bailaban),
se le vio, en el primer momento, conmoverse por un violento estremecimiento de terror y de asco. Pero, un
segundo después, su frente enrojeció de ira.
-¿Quién se atreve -preguntó con voz ronca a los cortesanos que se hallaban junto a él-, quién se atreve a
insultarnos con esta burla blasfema? ¡Apoderaos de él y desenmascararse, para que sepamos a quién hemos
de ahorcar en nuestras almenas al salir el sol!.
Ocurría esto en el salón del Este, o cámara azul, donde hallábase el príncipe Próspero al pronunciar estas
palabras. Resonaron claras y potentes a través de los siete salones, pues el príncipe era un hombre
impetuoso y fuerte, y la música había cesado a un ademán de su mano.
Ocurría esto en la cámara azul, donde hallábase el príncipe rodeado de un grupo de pálidos cortesanos. Al
principio, mientras hablaba, hubo un ligero movimiento de avance de este grupo hacia el intruso, que, en tal
instante, estuvo también al alcance de sus manos, y que ahora, con paso tranquilo y majestuoso, acercábase
cada vez más al príncipe. Pero por cierto terror indefinido, que la insensata arrogancia del enmascarado
había inspirado a toda la concurrencia, nadie hubo que pusiera mano en él para prenderle, de tal modo que,
sin encontrar obstáculo alguno, pasó a una yarda del príncipe, y mientras la inmensa asamblea, como
obedeciendo a un mismo impulso, retrocedía desde el centro de la sala hacia las paredes, él continuó sin
interrupción su camino, con aquel mismo paso solemne y mesurado que le había distinguido desde su
aparición, pasando de la cámara azul a la purpúrea, de la purpúrea a la verde, de la verde a la anaranjada, de
ésta a la blanca, y llegó a la de color violeta antes de que se hubiera hecho un movimiento decisivo para
detenerle.