alquiler), como porque debe ser andariega, pues no tiene costras en las ijadas, ni llagas de la
espuela.
Dilatóse su muerte hasta la noche, y en lo que quedaba de aquel día se hicieron las
ceremonias de la entrada de Andrés a ser gitano, que fueron: desembarazaron luego un
rancho de los mejores del aduar, y adornáronle de ramos y juncia; y, sentándose Andrés
sobre un medio alcornoque, pusiéronle en las manos un martillo y unas tenazas, y, al son de
dos guitarras que dos gitanos tañían, le hicieron dar dos cabriolas; luego le desnudaron un
brazo, y con una cinta de seda nueva y un garrote le dieron dos vueltas blandamente.
A todo se halló presente Preciosa y otras muchas gitanas, viejas y mozas; que las unas con
maravilla, otras con amor, le miraban; tal era la gallarda disposición de Andrés, que hasta los
gitanos le quedaron aficionadísimos.
Hechas, pues, las referidas ceremonias, un gitano viejo tomó por la mano a Preciosa, y,
puesto delante de Andrés, dijo:
-Esta muchacha, que es la flor y la nata de toda la hermosura de las gitanas que sabemos que
viven en España, te la entregamos, ya por esposa o ya por amiga, que en esto puedes hacer lo
que fuere más de tu gusto, porque la libre y ancha vida nuestra no está sujeta a melindres ni a
muchas ceremonias. Mírala bien, y mira si te agrada, o si vees en ella alguna cosa que te
descontente; y si la vees, escoge entre las doncellas que aquí están la que más te contentare;
que la que escogieres te daremos; pero has de saber que una vez escogida, no la has de dejar
por otra, ni te has de empachar ni entremeter, ni con las casadas ni con las doncellas.
Nosotros guardamos inviolablemente la ley de la amistad: ninguno solicita la prenda del otro;
libres vivimos de la amarga pestilencia de los celos. Entre nosotros, aunque hay muchos
incestos, no hay ningún adulterio; y, cuando le hay en la mujer propia, o alguna bellaquería
en la amiga, no vamos a la justicia a pedir castigo: nosotros somos los jueces y los verdugos
de nuestras esposas o amigas; con la misma facilidad las matamos, y las enterramos por las
montañas y desiertos, como si fueran animales nocivos; no hay pariente que las vengue, ni
padres que nos pidan su muerte. Con este temor y miedo ellas procuran ser castas, y
nosotros, como ya he dicho, vivimos seguros. Pocas cosas tenemos que no sean comunes a
todos, excepto la mujer o la amiga, que queremos que cada una sea del que le cupo en suerte.
Entre nosotros así hace divorcio la vejez como la muerte; el que quisiere puede dejar la
mujer vieja, como él sea mozo, y escoger otra que corresponda al gusto de sus años. Con
estas y con otras leyes y estatutos nos conservamos y vivimos alegres; somos señores de los
campos, de los sembrados, de las selvas, de los montes, de las fuentes y de los ríos. Los
montes nos ofrecen leña de balde; los árboles, frutas; las viñas, uvas; las huertas, hortaliza; las
fuentes, agua; los ríos, peces, y los vedados, caza; sombra, las peñas; aire fresco, las quiebras;
y casas, las cuevas. Para nosotros las inclemencias del cielo son oreos, refrigerio las nieves,
baños la lluvia, músicas los truenos y hachas los relámpagos. Para nosotros son los duros
terreros colchones de blandas plumas: el cuero curtido de nuestros cuerpos nos sirve de
arnés impenetrable que nos defiende; a nuestra ligereza no la impiden grillos, ni la detienen
barrancos, ni la contrastan paredes; a nuestro ánimo no le tuercen cordeles, ni le menoscaban
garruchas, ni le ahogan tocas, ni le doman potros. Del sí al no no hacemos diferencia cuando
nos conviene: siempre nos preciamos más de mártires que de confesores. Para nosotros se
crían las bestias de carga en los campos, y se cortan las faldriqueras en las ciudades. No hay