pero estaba seco; y aunque el viento se filtraba por numerosas rendijas, encontré que era un asilo agradable
para protegerme de la nieve y la lluvia.
Aquí, pues, me metí y me tumbé, contento de haber encontrado un lugar, por pobre que fuera, que me
protegía de las inclemencias del tiempo y, sobre todo, de la barbarie del hombre.
No bien hubo amanecido, salí de mi cubil para observar la casa adyacente y ver si me era posible seguir
en mi refugio recién encontrado. Estaba adosado a la parte posterior de la casa y lo cerraban una pocilga y
un estanque de agua clara. El otro lado, por el que había entrado, quedaba abierto. Procedí a tapar con pie-
dras y leña todos los orificios por los cuales pudieran verme, pero de tal forma que me fuera posible apar-
tarlas para salir. La única luz que entraba procedía de la pocilga, pero era suficiente para mí.
Tras haber arreglado así mi vivienda, y haberla alfombrado con paja limpia, me oculté, pues divisé en la
distancia la figura de un hombre y recordaba demasiado bien el tratamiento recibido la noche anterior como
para encomendarme a él. Afortunadamente tenía comida para ese día, pues había robado una hogaza y una
taza, que me servía mejor que las manos para beber el agua cristalina que corría cerca de mi refugio. El
suelo estaba algo levantado, de manera que permanecía seco y, por encontrarse cerca de la chimenea de la
casa, era moderadamente caliente.
Así provisto, me dispuse a permanecer en esta choza hasta que ocurriera algo que modificara mi deci-
sión. Comparada con mi anterior morada, el desangelado bosque donde las ramas goteaban lluvia y el suelo
estaba mojado, era en verdad un paraíso. Desayuné con fruición, y me disponía a levantar un madero para
sacar agua cuando escuché pasos y vi, por una rendija, a una muchacha que, balanceando un cubo en la
cabeza, pasaba por delante de mi cobertizo. Era joven y de aspecto dulce, distinta de lo que más tarde he
comprobado que son los labriegos y los criados de las granjas. Iba vestida humildemente, con una tosca
falda azul y una chaqueta de paño. Sus cabellos rubios estaban trenzados pero no llevaba adornos. Sus
facciones revelaban resignación, pero su aspecto era triste. La perdí de vista, pero transcurridos unos quince
minutos reapareció con el mismo recipiente, que ahora estaba medio lleno de leche. Mientras andaba, cla-
ramente incómoda por el peso, un joven de rostro aún más deprimido se dirigió a su encuentro. Con aire
melancólico intercambiaron algunas palabras, y cogiéndole el cubo se lo llevó hasta la casa. Al poco tiem-
po vi reaparecer al joven con unas herramientas en la mano y cruzar el campo que había detrás de la casa.
Asimismo, la joven también estaba ocupada, a veces dentro de la casa y otras en el patio.
Explorando mi refugio, descubrí que una de las ventanas de la casa había dado anteriormente al coberti-
zo, si bien ahora el hueco se encontraba tapado por planchas de madera. Una de estas planchas tenía una
diminuta rendija por la cual se podía ver una pequeña habitación, encalada y limpia, pero muy desprovista
de muebles. En un rincón, cerca del fuego, estaba sentado un anciano, con la cabeza entre las manos en
actitud abatida. La joven estaba ocupada arreglando la estancia. De pronto, sacó algo del cajón que tenía
entre las manos y se sentó cerca del anciano, el cual, tomando un instrumento, empezó a tocar y a arrancar
de él sones más dulces que el cantar del mirlo o el ruiseñor. Incluso para un desgraciado como yo, que
nunca antes había percibido nada hermoso, era un bello cuadro. El cabello plateado y el aspecto bondadoso
del anciano ganaron mi respeto, y los modales dulces de la joven despertaron mi amor. Tocó una tonadilla
dulce y triste, que conmovió a su dulce acompañante, a quien el hombre parecía haber olvidado hasta que
oyó su llanto. Pronunció entonces algunas palabras y la muchacha, dejando su tarea, se arrodilló a sus pies.
El la levantó y la sonrió con tal afecto y ternura, que una sensación peculiar y sobrecogedora me recorrió el
cuerpo. Era una mezcla de dolor y gozo que hasta entonces no me habían producido ni el hambre ni el frío,
ni el calor, ni ningún alimento. Incapaz de soportar por más tiempo esta emoción, me retiré de la ventana.
Al poco rato regresó el chico llevando un haz de leña al hombro. La joven lo recibió en la puerta y lo
ayudó con el fardo, del cual escogió algunas ramas que echó al fuego. Luego, se fueron los dos a una es-
quina de la habitación, y él mostró un gran pan y un trozo de queso. Ella pareció alegrarse, y salió al jardín
en busca de plantas y raíces, las metió en agua y después al fuego. Luego prosiguió su labor, y el joven se
fue al jardín, donde se puso diligentemente a cavar y a arrancar raíces. Al cabo de una hora, la muchacha
salió a buscarlo, y juntos entraron en la casa. Entretanto, el anciano había estado pensativo; pero, al ver a
sus compañeros, adoptó un aire más alegre, y se sentaron a comer. El almuerzo acabó pronto. La joven
volvió a ocuparse de las tareas caseras, en tanto que el anciano, apoyado en el brazo del joven, paseaba al
sol por delante de la casa. No puede haber nada más bello que el contraste de aquellos dos seres. El uno era
muy mayor, con el cabello plateado, y su rostro reflejaba bondad y cariño, el otro era esbelto y muy apuesto
y tenía las facciones modeladas con la mayor simetría. Sin embargo, su mirada y actitud denotaban una
gran tristeza y depresión. El anciano volvió a la casa y el muchacho se encaminó a los campos, portando
herramientas distintas de las de la mañana.
Pronto cayó la noche; pero, ante mi gran asombro, vi que los habitantes de aquella casa tenían un modo
de prolongar la luz, por medio de bastones de cera, y me alegró que la puesta de sol no pusiera fin al gozo
que experimentaba observando a mis vecinos. Durante la velada, la joven y su compañero se dedicaron a
diversas ocupaciones que no comprendí; y el anciano volvió a tomar el instrumento que producía aquellos
divinos sonidos que tanto me habían complacido por la mañana. En cuanto hubo finalizado, el joven co-