dado de todos los elefantes al servicio del gobierno de la India. Había transportado tiendas de más de seis-
cientos kilos, en una marcha emprendida por el norte de la India. Le habían izado a un navío con una grúa,
y después de dos días de travesía, le habían hecho llevar sobre lomos un mortero, en un país extraño y ro-
coso, muy lejos del suyo. Había visto al emperador Teodoro, tendido sin vida en Magdala. Luego había
vuelto, siempre a bordo del navío, merecedor, como dicen los soldados, de la medalla al mérito en la guerra
de Abisinia. Diez años más tarde vio morir a sus hermanos de frío, de epilepsia, de hambre y de insolación
en un lugar llamado Aki Musjid. Después, le enviaron a miles de kilómetros al sur para transportar y alma-
cenar enormes vigas de madera de teca en los inmensos almacenes de Moulmein. Estuvo a punto de morir
por el ataque de un joven elefante que se insubordinó. Más tarde, le retiraron de los almacenes para que
ayudara, junto con algunas docenas de congéneres, entrenados para esa tarea, en la captura de elefantes
salvajes en los montes Gato. En la India, los elefantes gozan de una protección del gobierno, que ha dictado
unas leyes muy severas para conseguirlo. Hay todo un servicio ministerial que se ocupa exclusivamente de
perseguirlos, capturarlos, domarlos y enviarlos a los cuatro puntos cardinales del país, allí donde se necesite
su trabajo.
Kala Nag medía algo más de tres metros de altura. Le habían cortado las colmillos, dejándoselos
de un metro y medio de largo. Y habían rodeado el extremo de los mismos con unos anillos de cobre, para
evitar que se le astillaran. Pero podía hacer lo mismo, con esa especie de muñones, que cualquier otro ele-
fante salvaje con sus colmillos enteros y afilados como puntas de acero.
Pasaba interminables semanas obligando a subir montañas a elefantes dispersos, orientándolos con
grandes precauciones, hasta que los cuarenta o cincuenta monstruos salvajes eran engañados, penetraban en
la última corraliza*, y la enorme puerta, formada por gruesos troncos, caía con estrépito detrás del último,
impidiéndoles toda posibilidad de huida. A una señal dada, Kala Nag entraba en aquella especie de pande-
monium* inquieto y bramador, normalmente de noche, cuando la luz vacilante de las antorchas dificulta el
cálculo de las distancias, escogía al adulto mayor y más agresivo, y le reducía al silencio a fuerza de golpes
y topetazos, mientras los hombres, montados en otros elefantes, inmovilizaban con cuerdas a los más pe-
queños.
No había nada en el arte de combatir que no supiera Kala Nag, el viejo y astuto Serpiente Negra,
pues en más de una ocasión había hecho frente a tigres heridos. Enroscaba cuidadosamente la trompa, para
ponerla al abrigo de todo peligro, y lanzaba al aire, tirándolo de costado, al temible felino, con un rápido
movimiento de cabeza, un golpe como de hoz que había inventado él mismo. Lo arrojaba por tierra y se
arrodillaba sobre él con todo el peso de sus enormes rodillas, hasta la muerte del peligroso animal, momen-
to que acompañaba con un suspiro y un rugido. Allí quedaba sobre la tierra, abandonada, una masa casi
viscosa, peluda y rayada, que Kala Nag se limitaba luego a arrastrar por la cola.
––Sí ––decía Toomai padre, su cornac, hijo de Toomai el Negro, que lo había llevado a Abisinia, y
nieto de Toomai el de los Elefantes, que había asistido a su captura––, a nada teme Serpiente Negra, salvo a
mí. Tres de nuestras generaciones lo han alimentado y cuidado, y verá una cuarta.
––También me teme a mí ––dijo Toomai, el pequeño, estirándose para mostrar su altura, que so-
brepasaría escasamente un metro veinte; llevaba por toda ropa un trapo liado al cuerpo.
Tenía diez años. Era el hijo mayor de Toomai, y, según la costumbre, reemplazaría a su padre so-
bre el cuello de Kala Nag cuando se hiciera mayor y fuera capaz de manejar el ankus, la pesada aguijada*
para elefantes, hierro que habían pulido, gracias al uso, su padre, su abuelo y su bisabuelo. Sabía lo que
decía. Había nacido a la sombra de Kala Nag, había jugado con su trompa antes de aprender a andar, le
había llevado al abrevadero en cuanto unió dos pasos, y Kala Nag jamás habría soñado en desobedecer las
órdenes de su débil voz aguda, como tampoco soñó en matarlo cuando Toomai, el padre, acercó al moreno
recién nacido hasta sus defensas y le ordenó saludar a su futuro dueño.
––Sí ––dijo el pequeño Toomai––, me teme ––luego se aproximó a Kala Nag a grandes zancadas,
le insultó llamándole cerdo grasiento, y le hizo levantar las patas una tras otra––. Bueno ––continuó––, tú
eres un gran elefante ––movió su cabeza greñuda, y repitió lo que había escuchado de su padre:
Aunque el gobierno pague los elefantes, en realidad son nuestros, de los cornacs. Cuando seas vie-
jo, Kala Nag, vendrá un rajá rico, te comprará por tu talla y tus buenas maneras, y entonces sólo tendrás
que llevar aros de oro en las orejas, una gran silla dorada sobre el lomo, una gualdrapa* en los flancos, y
abrir la marcha en los desfiles reales. Yo iré sentado sobre tu cuello, amigo Kala Nag, sujetando un ankus