timbales y clarines, sus torres cónicas, sus arcos chatos y fuertes y sus
blasones soportados por ángeles y grifos rampantes, forman en mi cabeza un
caos tan difícil de desembrollar en este momento, que si ustedes con su
imaginación no hacen en él la luz y lo ordenan, y colocan a su gusto todas
estas cosas que yo arrojo a granel sobre las cuartillas, las figuras de mi cuadro
se quedarán sin fondo, los actores de mi comedia se agitarán en un escenario
sin decoración ni acompañamiento.
Figúrense ustedes, pues, partiendo de estos datos y como mejor les
plazca, el mercado de Tarazona: figúrense ustedes que ven por aquí cajones
formados de tablas y esteras, tenduchos levantados de improviso con estacas
y lienzos, mesillas cojas y contrahechas, bancos largos y oscuros, y por allá
cestos de frutas que ruedan hasta el arroyo, montones de hortalizas frescas y
verdes, rimeros de panes blancos y rubios, trozos de carne que cuelgan de
garfios de hierro, tenderentes de ollas, pucheros y platos, guirnaldas de telas
de colorines, pañuelos de tintas rabiosas, zapatos de cordobán y alpargatas de
cáñamo que engalanan los soportales, sujetos con cordeles de columna a
columna, y figúrense ustedes circulando por medio de ese pintoresco cúmulo
de objetos, producto de la atrasada agricultura y la pobre industria de este
rincón de España, una multitud abigarrada de gentes que van y vienen en
todas direcciones, paisanos con sus mantas de rayas, sus pañuelos rojos
unidos a las sienes, su faja morada y su calzón estrecho, mujeres de los
lugares circunvecinos con sayas azules, verdes, encarnadas y amarillas; por
este lado un señor antiguo, de los que ya sólo aquí se encuentran, con su
calzón corto, su media de lana oscura y su sombrero de copa; por aquél un
estudiante con sus manteos y su tricornio, que recuerdan los buenos tiempos
de Salamanca, y chiquillos que corren y vocean, caballerías que cruzan,
vendedores que pregonan, una interjección característica por acá, los
desaforados gritos de los que disputan y riñen, todo envuelto y confundido con
ese rumor sin nombre que se escapa de las reuniones populares, donde todos
hablan, se mueven y hacen ruido a la vez, mientras se codean, avanzan,
retroceden, empujan o resisten, llevados por el oleaje de la multitud.
La primera vez que tuve ocasión de presenciar este espectáculo lleno de
animación y de vida, perdido entre los numerosos grupos que llenaban la plaza
de un extremo a otro, apenas pude darme cuenta exacta de lo que sucedía a
mi alrededor. La novedad de los tipos, los trajes y las costumbres; el extraño
aspecto de los edificios y las tiendecillas, encajonadas unas entre dos pilares
de mármol, otras bajo un arco severo e imponente, o levantadas al aire libre
sobre tres o cuatro palitroques; hasta el pronunciado y especial acento de los
que voceaban pregonando sus mercancías, nuevo completamente para mí,
eran causa más que bastante a producirme ese aturdimiento que hace
imposible la percepción detallada de un objeto cualquiera. Mis miradas,
vagando de un punto a otro sin cesar un momento, no tenían ni voluntad propia
para fijarse en un sitio. Así estuve cerca de una hora cruzando en todos
sentidos la plaza, a la que, por ser día de fiesta y uno de los más clásicos de
mercado, había acudido más gente que de costumbre, cuando en uno de sus
extremos y cerca de una fuente donde unos lavaban las verduras, otros
recogían agua en un cacharro o daban de beber a sus caballerías, distinguí un
grupo de muchachas que, en su original y airoso atavío, en sus maneras y
hasta en su particular modo de expresarse, conocí que sería de alguno de los
pueblos de las inmediaciones de Tarazona, donde más puras y primitivas se