
más tarde, en la Edad Media, por los árabes; la auténtica ciencia de la naturaleza sólo data
de la segunda mitad del siglo XV, y, a partir de entonces, no ha hecho más que progresar
constantemente con ritmo acelerado. El análisis de la naturaleza en sus diferentes partes, la
clasificación de los diversos procesos y objetos naturales en determinadas categorías, la
investigación interna de los cuerpos orgánicos según su diversa estructura anatómica,
fueron otras tantas condiciones fundamentales a que obedecieron los progresos gigantescos
realizados durante los últimos cuatrocientos años en el conocimiento científico de la
naturaleza. Pero este método de investigación nos ha legado, a la par, el hábito de enfocar
las cosas y los procesos de la naturaleza aisladamente, sustraídos a la concatenación del
gran todo; por tanto, no en su dinámica, sino enfocados estáticamente; no como
substancialmente variables, sino como consistencias fijas; no en su vida, sino en su muerte.
Por eso este método de observación, al transplantarse, con Bacon y Locke, de las ciencias
naturales a la filosofía, provocó la estrechez específica característica de estos últimos
siglos: el método metafísico de pensamiento.
Para el metafísico, las cosas y sus imágenes en el pensamiento, los conceptos, son objetos
de investigación aislados, fijos, rígidos, enfocados uno tras otro, cada cual de por sí, como
algo dado y perenne. Piensa sólo en antítesis sin mediatividad posible; para él, una de dos:
sí, sí; no, no; porque lo que va más allá de esto, de mal procedexxix[§§§§§]. Para él, una
cosa existe o no existe; un objeto no puede ser al mismo tiempo lo que es y otro distinto. Lo
positivo y lo negativo se excluyen en absoluto. La causa y el efecto revisten asimismo a sus
ojos, la forma de una rígida antítesis. A primera vista, este método discursivo nos parece
extraordinariamente razonable, porque es el del llamado sentido común. Pero el mismo
sentido común, personaje muy respetable de puertas adentro, entre las cuatro paredes de su
casa, vive peripecias verdaderamente maravillosas en cuanto se aventura por los anchos
campos de la investigación; y el método metafísico de pensar, por muy justificado y hasta
por necesario que sea en muchas zonas del pensamiento, más o menos extensas según la
naturaleza del objeto de que se trate, tropieza siempre, tarde o temprano, con una barrera
franqueada, la cual se torna en un método unilateral, limitado, abstracto, y se pierde en
insolubles contradicciones, pues, absorbido por los objetos concretos, no alcanza a ver su
concatenación; preocupado con su existencia, no para mientes en su génesis ni en su
caducidad; concentrado en su estatismo, no advierte su dinámica; obsesionado por los
árboles, no alcanza a ver el bosque. En la realidad de cada día sabemos, por ejemplo, y
podemos decir con toda certeza si un animal existe o no; pero, investigando la cosa con más
detención, nos damos cuenta de que a veces el problema se complica considerablemente,
como lo saben muy bien los juristas, que tanto y tan en vano se han atormentado por
descubrir un límite racional a partir del cual deba la muerte del niño en el claustro materno
considerarse como un asesinato; ni es fácil tampoco determinar con fijeza el momento de la
muerte, toda vez que la fisiología ha demostrado que la muerte no es un fenómeno
repentino, instantáneo, sino un proceso muy largo. Del mismo modo, todo ser orgánico es,
en todo instante, él mismo y otro; en todo instante va asimilando materias absorbidas del
exterior y eliminando otras de su seno; en todo instante, en su organismo mueren unas
células y nacen otras; y, en el transcurso de un período más o menos largo, la materia de
que está formado se renueva totalmente, y nuevos átomos de materia vienen a ocupar el
lugar de los antiguos, por donde todo ser orgánico es, al mismo tiempo, el que es y otro
distinto. Asimismo, nos encontramos, observando las cosas detenidamente, con que los dos