empíricas; por lo cual su obra sufría, al parecer de Croce -que se refería a su Historia de las ideas estéticas
en España-, de cierta incerteza, desde el punto de vista teórico del autor, Menéndez y Pelayo, en su exaltación
de humanista español, que no quería renegar del Renacimiento, inventó lo del vivismo, la filosofía de Luis
Vives, y acaso, no por otra cosa que por ser, como él, este otro, español renaciente y ecléctico. Y es que
Menéndez y Pelayo, cuya filosofía era, ciertamente, todo incerteza, educado en Barcelona, en las timideces
del escocesismo traducido al espíritu catalán, en aquella filosofía rastrera del common sense que no quería
comprometerse, y era toda de compromiso, y que tan bien presentó Balmes, huyó siempre de toda robusta
lucha interior y fraguó con compromisos su conciencia.
Más acertado anduvo, a mi entender, Ángel Ganivet, todo adivinación e instinto, cuando pregonó como
nuestro el senequismo, la filosofía, sin originalidad de pensamiento, pero grandísima de acento y tono, de
aquel estoico cordobés pagano, a quien por suyo tuvieron no pocos cristianos. Su acento fue un acento
español, latinoafricano, no helénico, y ecos de él se oyen en aquel -también tan nuestro- Tertuliano, que creyó
corporales de bulto a Dios y al alma, y que fue algo así como un Quijote del pensamiento cristiano de la
segunda centuria.
Mas donde acaso hemos de ir a buscar el héroe de nuestro pensamiento, no es a ningún filósofo que viviera
en carne y hueso, sino a un ente de ficción y de acción, más real que los filósofos todos; es a Don Quijote.
Porque hay un quijotismo filosófico, sin duda, pero también una filosofía quijotesca. ¿Es acaso otra, en el
fondo, la de los conquistadores, la de los contrarreformadores, la de Loyola, y, sobre todo, ya en el orden del
pensamiento abstracto, pero sentido, la de nuestros místicos? ¿Qué era la mística de san Juan de la Cruz sino
una caballería andante del sentimiento a lo divino?
Y el Don Quijote no puede decirse que fuera en rigor idealismo; no peleaba por ideas. Era espiritualismo;
peleaba por espíritu.
Convertid a Don Quijote a la especulación religiosa, como ya él soñó una vez en hacerlo cuando encontró
aquellas imágenes de relieve y entalladura que llevaban unos labradores para el retablo de su aldea, y a la
meditación de las verdades eternas, y vedle subir al Monte Carmelo por medio de la noche oscura del alma, a
ver desde allí arriba, desde la cima, salir el sol que no se pone, y como el águila que acompaña a san Juan en
Patmos, mirarle cara a cara y escudriñar sus manchas, dejando a la lechuza que acompaña en el Olimpo a
Atena -la de los ojos glaucos, esto es, lechucinos, la que ve en las sombras, pero a la que la luz del mediodía
deslumbra- buscar entre sombras con sus ojos la presa para sus crías.
Y el quijotismo especulativo o meditativo es, como el práctico, locura hija de la locura de la cruz. Y por eso
es despreciado por la razón. La filosofía, en el fondo, aborrece al cristianismo, y bien lo probó el manso
Marco Aurelio.
La tragedia de Cristo, la tragedia divina, es la de la cruz. Pilato, el escéptico, el cultural, quiso convertirla
por la burla en sainete, e ideó aquella farsa del rey de cetro de caña y corona de espinas, diciendo: «¡He aquí el
hombre!», pero el pueblo, más humano que él, el pueblo que busca tragedia grita: «¡Crucifícale, crucifícale!»
Y la otra tragedia, la tragedia humana, intrahumana, es la de Don Quijote con la cara enjabonada para que se
riera de él la servidumbre de los duques, y los duques mismos, tan siervos como ellos. «¡He aquí el loco!»,
se dirían. Y la tragedia cómica, irracional, es la pasión por la burla y el desprecio.
El más alto heroísmo para un individuo, como para un pueblo, es saber afrontar el ridículo; es, mejor aún,
saber ponerse en ridículo y no acobardarse en él.
Aquel trágico suicida portugués, Anthero de Quental, de cuyos poderosos sonetos os he ya dicho,
dolorido en su patria a raíz del ultimátum inglés a ella en 1890, escribió: «Dijo un hombre de Estado inglés
del siglo pasado, que era también por cierto un perspicaz observador y un filósofo, Horacio Walpole, que la
vida es una tragedia para los que sienten y una comedia para los que piensan. Pues bien: si hemos de acabar
trágicamente, nosotros, portugueses, que sentimos, prefiramos con mucho ese destino terrible, pero noble, a
aquel que le está reservado, y tal vez en un futuro no muy remoto, a Inglaterra que piensa y calcula, el cual
destino es el acabar miserable y cómicamente.» Dejemos lo de que Inglaterra piensa y calcula, como
implicando que no siente, en lo que hay una injusticia que se explica por la ocasión en que fue eso escrito, y
dejemos lo que los portugueses sienten, implicando que apenas piensan ni calculan, pues siempre nuestros
hermanos atlánticos se distinguieron por cierta pedantería sentimental, y quedémonos con el fondo de la
terrible idea, y es que unos, los que ponen el pensamiento sobre el sentimiento, yo diría la razón sobre la fe,
mueren cómicamente, y mueren trágicamente los que ponen la fe sobre la razón. Porque son los burladores
los que mueren cómicamente, y Dios se ríe luego de ellos, y es para los burlados la tragedia, la parte noble.
Y hay que buscar, tras de las huellas de Don Quijote, la burla.
¿Y volverá a decírsenos que no ha habido filosofía española en el sentido técnico de esa palabra? Y digo:
¿cuál es ese sentido?, ¿qué quiere decir filosofía? Windelband, historiador de la filosofía, en su ensayo