El nuevo salón de la bolsa de Tampa, no obstante sus colosales dimensiones, fue
considerado insuficiente para el acto, porque la reunión proyectada tomaba todas las
proporciones de un verdadero mitin.
El sitio escogido fue una inmensa llanura situada fuera de la ciudad. Pocas horas
bastaron para ponerlo a cubierto de los rayos del sol. Los buques del puerto, que
tenían de sobra velas, jarcias, palos de reserva y vergas, suministraron los accesorios
necesarios para la construcción de una tienda gigantesca. Un inmenso techo de lona se
extendió muy pronto sobre la calcinada pradera y la defendió de los ardores del día.
Trescientas mil personas pudieron colocarse en el local y desafiaron durante algunas
horas una temperatura sofocante, aguardando la llegada del francés. Una tercera parte
de aquellos espectadores podía ver y oír, otra tercera parte veía mal y no oía nada, y la
otra restante ni oía ni veía, to que, sin embargo, no impidió que fuese la más pródiga en
aplausos.
A las tres apareció Michel Ardan, acompañado de los principales miembros del
Gun-Club. Daba el brazo derecho al presidente Barbicane, y el izquierdo a J. T.
Maston, más radiante que el sol del mediodía y casi tan rutilante como él.
Ardan subió a un estrado, desde el cual paseaba sus miradas por un océano de
sombreros negros. No parecía turbado, ni manifestaba el menor embarazo; estaba a11í
como en su casa, jovial, familiar, amable. Respondió con un gracioso saludo a los
hurras con que le acogieron; reclamó silencio con un ademán; tomó la palabra en inglés,
y se expresó muy correctamente en los siguientes términos:
-Señores -dijo-, a pesar del calor que hace aquí dentro, voy a abusar de vuestro
tiempo para daros algunas explicaciones acerca de proyectos que parece que os in-
teresan. Yo no soy un orador, ni un sabio, ni creía tener que hablar en público; pero mi
amigo Barbicane me ha dicho que os gustaría oírme, y cedo a sus súplicas. Oídme,
pues, con vuestros seiscientos mil oídos, y perdonad las muchas faltas del autor.
Este exordio, tan a la buena de Dios, gustó mucho a los concurrentes, y to
demostraron con un inmenso murmullo de satisfacción.
-Señores -dijo-, podéis aprobar o desaprobar, según mejor os parezca, y empiezo. En
primer lugar no olvidéis que el que os habla es un ignorante, pero de una ignorancia tal,
que hasta ignora las dificultades. Así es que, eso de irse a la Luna metido en un
proyectil, le ha parecido la cosa más sencilla, más fácil y más natural del mundo. Tarde
o temprano había de emprenderse este viaje, y en cuanto al género de locomoción
adoptado, no hago más que seguir sencillamente la ley del progreso. El hombre empezó
por andar a gatas, luego utilizó los pies, enseguida viajó en carro, después en coche,
más adelante en barco, posteriormente en diligencia, y, por último, en ferrocarril. Pues
bien, el proyectil es el medio de locomoción del porvenir, y todo bien considerado, los
planetas no son otra cosa, no son más que balas de cañón disparadas por la mano del
Creador. Pero volvamos a nuestro vehículo. Algunos de vosotros, señores, creéis que
la velocidad que se le va a dar es excesiva. Los que así opinan están en un error. Todos
los astros le exceden en rapidez, y la Tierra misma, en su movimiento de traslación
alrededor del Sol, nos arrastra a una velocidad tres veces mayor. Pondré algunos
ejemplos, y sólo os pido que me permitáis contar por leguas, porque las medidas
americanas me son poco familiares, y podría incurrir en algún error en mis cálculos.
La demanda pareció muy justa y no tropezó con ninguna dificultad. El orador
prosiguió:
-Voy, señores, a ocuparme de la velocidad de diferentes planetas. Confieso, aunque
parezca falta de modestia, que, no obstante mi ignorancia, conozco muy bien este
insignificante pormenor astronómico; pero antes de dos minutos sabréis todos acerca
del particular tanto como yo. Sabed, pues, que Neptuno recorre 5.000 leguas por hora;
Urano, 7.000; Saturno, 8.858; Júpiter, 11.575; Marte, 22.011; la Tierra, 27.500;
Venus, 32.190; Mercurio, 52.250; ciertos cometas 1.400.000 leguas en su perigeo. En
cuanto a nosotros, verdaderos haraganes, que tenemos siempre poca prisa, nuestra
velocidad no pasa de 9.900 leguas, y disminuirá incesantemente. Y ahora pregunto si