
FEDERICO SCHILLER
tocador, a fuerza de colorete y albayalde, de rizos
fingidos, de fausses gorges y armazones de ballena, y
es a la verdadera gracia poco más o menos lo que la
belleza cosmética a la arquitectónica.
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Al hacer esta comparación, tan lejos estoy de negar al
maestro de danzas su mérito en materia de verdadera gracia,
como al actor sus derechos a ella. El maestro de danzas acu-
de, indudablemente, en ayuda de la verdadera gracia al pro-
porcionar a la voluntad el dominio sobre sus instrumentos y
allanar los obstáculos que la masa y la gravedad oponen al
juego de las fuerzas vivientes. Y esto no lo puede lograr sino
de acuerdo con reglas que mantienen el cuerpo en un adies-
tramiento saludable y que, mientras la pureza opone resisten-
cia. pueden ser rígidas, es decir, coercitivas, y pueden también
parecerlo. Pero en cuanto da por terminada su enseñanza, la
regla debe haber prestado ya en el aprendiz sus servicios, de
suerte que no tenga que acompañarlo en el mundo: en suma,
la acción de la regla debe volverse naturaleza.
El menosprecio con que hablo de la gracia teatral solo vale
para la imitada, que no vacilo en rechazar, tanto en la escena
como en la vida. Confieso que no me agrada el actor que; por
muy bien que haya logrado la imitación, ha estudiado su gra-
cia en el tocador. Los requisitos que exigimos del actor son:
1° Verdad de la representación, y 2° Belleza de la representa-
ción. Ahora bien, afirmo que el actor, en lo que toca a la ver-
dad de la representación, deba producirlo todo por arte y
nada por naturaleza, pues de lo contrario no es de ningún
modo artista; y lo admiraré, si oigo y veo que el mismo que
desempeña magistralmente un papel de güelfo furioso es un
hombre de carácter apacible; sostengo, en cambio, que, en
cuanto a la gracia de la representación. nada tiene que deber
al arte y todo ha de ser, en el actor, libre acción de la natura-